El destino de los sueños: VI crónica desde la Zona Cero

Horas después del sismo, la vi en pie. El techo azul aún contrastaba con el verde luminoso del hobo de monte que se elevaba atrás, amenazante a veces, especialmente en la época seca. «Tiene ramas quebradizas, son cristal», decía don Armando e insistía en que debía podarlo. En aquel primer momento no cobré conciencia de lo afectada que estaba la casa. Otras prioridades demandaban mi atención.

Pasaron los días con sus noches, acompañados por el sonido de las olas al romper. Fue cuando recordé aquella frase atribuida a la tradición china: «La naturaleza trata al hombre como a un perro». Casi al instante me pregunté: ¿Cómo tratan los chinos a los perros?. Se los comen, fue la respuesta. No han sido los únicos. En un artículo publicado en Wikipedia, se dice que a fines del siglo XIX, también en Francia se los comían. ¿Será cierto? Lo que sí sabemos es que los perros alimentan la olla en épocas de hambruna, al igual que las ratas, los gatos, los caballos y los burros. Insistí en seguir interrogándome. ¿Cómo tratan los chinos a la naturaleza? La destruyen, como casi todas las culturas, civilizaciones y países sobre la faz de la limitada Tierra. Aquella frase daba lugar a varias reflexiones. La naturaleza trata al hombre de la misma forma en que se la trata. Es un mano a mano atroz, aunque la naturaleza tendrá la última palabra, así como tuvo la primera.

Pese a las continuas réplicas en los días siguientes al sismo, en la seguridad de la carpa y acompañado por la luz evanescente del Kindle, pude conciliar el sueño. La casa estaba allí como testimonio de lo que sucedía en todo Manabí y Esmeraldas. En los días siguientes, conseguí ayuda para desalojar los escombros que quedaron de las paredes y rescatar lo que aún servía, a saber: la cocina de gas, una pequeña refrigerador, la vieja lavadora, y algo de vajilla y enseres de cocina.

Como no puede ser de otra manera, los días continuaron, uno tras otro, con sus mañanas, sus tardes y sus noches. Uno cualquiera en que estaba ausente, llegaron los técnicos del COE y, luego de una rápida inspección, colocaron un cartel con una franja roja que declaraba la casa en peligro: existía riesgo de colapso. Leí una y otra vez la escueta frase. Me escindí entre la realidad que me rodeaba, la de las consecuencias del sismo y la incredulidad. «¡No puede ser!, esto no está sucediendo», me repetía una y otra vez. El cartel me hermanaba con todos aquellos que tenían un cartel similar. Éramos muchos.

La escisión en mi espíritu se hizo más profunda: ¿Qué puedo salvar?, me pregunté. Acudí a personas con experiencia en construcción, en busca de consejo. Unos decían que había cómo salvar todo, si se apuntalaba la estructura; otros, que se debía demoler y punto. Pasaron los días. Traté de encontrar una especie de punto medio: salvar lo posible. Fueron Diego —un técnico en estructuras metálicas— y su equipo de equilibristas quienes en un mañana desarmaron el techo y derrocaron las columnas de la planta alta. Entonces pensé que podía preservar la planta baja. Seguía la estrategia de un enfermo terminal.

Nuevamente opté por buscar consejo. Buscaba alguna certeza en medio de la incertidumbre. Hacía dos preguntas: 1. ¿Estaba afectada la losa? 2. ¿Se la podía asegurar de algún modo? Nuevamente las respuestas variaban entre los que decían que estaba afectada y que era mejor derrocarla y aquellos que afirmaban que se hallaba en buen estado y que podía ser reforzada. Secretamente estaba de acuerdo con estos últimos. Salvar algo era mejor que perder todo. Finalmente nada sirvió. Las réplicas de 16 y del 17 de mayo, afectaron lo poco que quedaba.

Al igual que miles de otros ecuatorianos, debí solicitar al municipio —en este caso al de Jama— que enviara la máquina para la demolición. Llegó a mediodía del 31 de mayo y en pocos minutos culminó la tarea que inició el sismo. La nube de polvo se dispersó rápidamente y con una engañosa delicadeza, pues parecía que hacía una caricia sobre la tierra, la máquina retiró los escombros.

Despedida, experiencia de muerte, luto. Abrazos y llanto de los presentes y la silenciosa solidaridad de los amigos de Don Juan, tan fuerte que acalló el ruido del monstruo de acero. Esteban, mi vecino, que también perdió su casa, se acercó y me brindó un trago de ron, sin palabras. Lo bebí de una y me arrancó lágrimas. Miré el mar. Brillaba como si fuese mercurio, o simplemente como brilla el mar con el sol de la tarde.

Entendí a la anciana y a su hija a la que vi llorar en silencio, semanas atrás, mientras derrocaban su casa en Bahía, una de esas hermosas casas viejas de madera, con las ventanas protegidas por celosías, así como a todos aquellos que miraron impotentes cómo sus casas fueron derrocadas. Pero ¿qué es una casa? ¿La obra de una vida, un sueño, un refugio, una deuda, el corazón de la tormenta, de tantas que tiene la vida, un nido de amor, un infierno de desamor?

«Es el destino de los sueños», eso me dije cuando la máquina calló y se detuvo sobre los escombros. Quería hacer de Don Juan un apacible retiro para escribir y leer, recibir a los nietos y a los amigos y eventualmente, dar cobijo a algún escritor que requiriera unos días de silencio y soledad: el monasterio Don Juan. Tal vez esa fue la razón de la intensa incertidumbre de aquellos penosos días, la incapacidad de aceptar los sueños rotos, los sueños convertidos en pesadillas y entender, de pronto, la humana fragilidad que es nuestra sustancia.

El imponente hobo de monte señorea nuevamente el paisaje, sobrevivió a la casa y continuará siendo el hogar de las ardillas que merodean por allí, también de las bulliciosas guacharacas.

Escribo, no para recordar sino para olvidar, para virar la página, para sacarme del cuerpo la vivencia de la destrucción.

Vuelvo, retorno y me doy de bruces con la cotidianeidad del país, en el que un juez condena a cuatro años de prisión a dos indígenas Saraguro por ejercer el derecho constitucional a la resistencia. Racismo y autoritarismo: la imagen más acabada del correísmo. Y esto, no se puede ni se debe olvidar.

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