La verdadera muerte de Fidel Castro

El generalísimo fue asesinado el 19 de julio de 1959, por un disparo del mesero mexicano Ignacio Jurado Martínez. El atentado ocurrió durante el Gran Desfile con el que el caudillo conmemoraba el golpe de Estado contra la segunda República. Por lo menos, así lo hizo constar el escritor Max Aub en su relato ‘La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco’.

No es la única vez que la ficción ha permitido una reivindicación histórica ante la cruel injusticia de la realidad. Tarantino asesinó a Hitler en su película ‘Inglorious Basterds’, permitiéndole al cine lograr lo que Alemania no pudo, ni siquiera durante la Operación Valkiria: detener una de las más brutales carnicerías humanas. La ficción, que es ilimitada y libre, tiene la capacidad de hacer justicia ante la injusticia de la historia. La ficción es más poderosa que nosotros.

Pienso que a Max Aub le indignaba que quién ganó la Guerra Civil Española por la fuerza y no por la razón (Unamuno diría al respecto “venceréis, pero no convenceréis”), termine sus días en la comodidad del Palacio Real del Pardo y no en las mazmorras de una prisión. Por eso lo ajustició a manos de un mesero mexicano, que asesina al caudillo no por motivaciones políticas, sino porque estaba harto del griterío que los refugiados españoles causaban en aquel café del D.F. donde prestaba sus servicios.

Recuerdo que en ‘Antes que anochezca’, Reinaldo Arenas predijo que el pueblo cubano derrocaría a Fidel Castro y ajusticiaría a los que impunemente colaboraron con el tirano. La predicción no se cumplió y, en condiciones muy similares a las de Franco, Fidel fue enterrado con funerales de Estado románticos, cursis y demagógicos. Los funerales no son el único símil entre Fidel y Franco. Ambos implementaron dictaduras sanguinarias, fusilaron a sus opositores y gobernaron despóticamente durante décadas. Franco era gallego y Fidel hijo de un gallego. En realidad, y pese a la insondable distancia ideológica, ambas dictaduras encontraron la forma de convivir pacíficamente e, incluso, protegerse.

Otra de las similitudes entre ambos dictadores fue su desprecio y persecución contra los homosexuales. El mismo Reinaldo Arenas tuvo que enfrentarse a la despótica virilidad de la revolución cubana, que intentó rehabilitarlo. El nuevo hombre latinoamericano era macho y patriarcal, por eso el ensañamiento contra los principales escritores cubanos del siglo XX, Virgilio Piñera y José Lezama Lima, ambos homosexuales. Hay que recordar, entonces, que un crimen abominable del franquismo fue el asesinato de uno de los más grandes poetas en lengua castellana de todos los tiempos, Federico García Lorca, no tanto por su filiación republicana como por su condición de homosexual.

La ficción, sin embargo, también pagó esa deuda. En su discurso (ficticio) de ingreso a la Academia de la Lengua Española, titulado ‘El teatro español sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo’, Max Aub se refiere a una historia que nunca sucedió pero que, incluso por su resplandor estético, debió existir. Todo lo que se pudo haber creado, escrito. Con esa intervención, Aub se incorporó a una Academia presidida por el presidente de la República, en una España en donde nunca aconteció una guerra civil. El mismo Max Aub se presenta como Director del Teatro Nacional y declara su orgullo y felicidad por suceder a Valle Inclán en la silla “i”. El académico que le da la bienvenida es Juan Chabás. En la sala, un día de 1956, se encuentran sentados Alberti, Rivas Cherif, Miguel Hernández y el mismo Federico García Lorca.

Lo que sí aconteció en la realidad es que durante el franquismo se proscribió a muchos de los grandes escritores y poetas españoles, al igual que Cuba hizo con los suyos. Esa es la literatura española del exilio, entre cuyos autores se encuentra Max Aub. El caso de Aub es particular porque es un alemán nacido en Francia que, por voluntad y convicción, decidió convertirse en escritor español exiliado luego de adherirse física e intelectualmente a la lucha por la república.

Días antes de la muerte de Fidel Castro hablé, en una columna, de la literatura cubana del exilio y sus grandes exponentes. En una ofensiva y payasa perorata, la Embajada de Cuba en Quito replicó mi texto, demostrando profunda, premeditada y voluntaria ignorancia respecto de la historia de la literatura cubana, para enaltecer la dictadura heroica y viril de Fidel. El periódico le dio a la embajada un legítimo derecho a réplica, que durante casi seis décadas le fue y es negado a intelectuales cubanos en la isla.

La ficción es inagotable. Quizá la literatura consagrará, algún día, la organización de sendos y felices homenajes en vida a Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Alejandro Querejeta, Leonardo Padura, Heberto Padilla, Virgilio Piñera y Lezama Lima, entre muchos otros, por parte de la Casa de las Américas y del Ministerio de Cultura de Cuba. Todos ellos ofreciendo alegres y luminosos discursos de agradecimiento.

De lo que sí estoy seguro, en la ficción de esta columna, es de la verdadera muerte de Fidel Castro. Luego de la caída del Muro de Berlín y durante el periodo especial, el valiente y altivo pueblo cubano derrocó a Fidel. El 1 de enero de 1990 entraron en La Habana cientos de miles de personas, cantando consignas por la libertad y proclamando el fin de la dictadura. Pronto volvieron los cubanos exiliados y en medio de eufóricos llantos de alegría abrazaron a sus familias, tras décadas de separación y destierro. Se convocaron elecciones democráticas y con el paso de los años la sociedad cubana empezó a salir de la miseria. Se fundaron periódicos, revistas, radios y canales de televisión libres. Paul McCartney, The Rolling Stones y Pink Floyd dieron conciertos en las principales ciudades cubanas en la década de los noventa, así como Red Hot Chili Peppers y U2 en los primeros años del nuevo milenio.

Raúl Castro confesó que la revolución desapareció a Camilo Cienfuegos y Fidel fue trasladado a la prisión del Morro, desde cuya celda amenazaba con fusilar a todos sus enemigos y daba rienda suelta a sus delirios. Nadie lo visitaba. Años después murió. Lo encontraron con las manos juntas, como si estuviera rezando. El carcelero que lo halló, declaró a la prensa su sorpresa al descubrir que solamente era un viejo cuerpo humano. Reinaldo Arenas, por su parte, volvió a Cuba y vivió muchos años, hasta que muy viejo, después de culminar toda su obra literaria y de recibir el Premio Cervantes, se apagó. En su rostro había una sonrisa. Hoy, la principal universidad de La Habana lleva su nombre.

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