Monseñor Luna Tobar

En la reciente y genial novela de Alejandro Querejeta sobre Juan Montalvo, ‘Anhelo que esto no sea París’ (Seix Barral, 2016) hay un personaje que me llama la atención. Se trata de un cura, narrador de esta obra, que en uno de sus monólogos confiesa: en sus momentos de mayor debilidad y duda, leer ‘Mercurial eclesiástica’ de Montalvo le permitía recuperar su fe en Dios. Pensé en este personaje ficticio, creado por Querejeta, el instante en que me enteré de la muerte de Monseñor Alberto Luna Tobar.

Llegué con un retraso de varios años a la entrevista que me propuse realizarle. Era la época en que todavía ignoraba las miserias humanas de la izquierda ecuatoriana (aunque ya sospechaba que lo único peor que la izquierda, era la derecha). Lo admiraba y me había dejado llevar al lugar común –justo, en este caso– de considerar a monseñor Luna la conciencia moral del país.

Llegué tarde a la entrevista, porque recién me había estrenado como entrevistador cuando Monseñor Luna ya se encontraba aquejado con el mal alzhéimer, la enfermedad que más terror me produce. Llegué tarde porque él ya no podía hablar y había perdido la motricidad. El obispo de Quito, Fausto Trávez, me concedió una autorización para visitarlo en la residencia de la Armenia, y pese a que llevé una grabadora, el instante en que lo vi me di cuenta que la entrevista no se iba a poder realizar.

Lo acompañé alrededor de una hora. Era el crepúsculo de una de las mentes más brillantes que habían nacido en el país. Logré que me firme, con pulso tembloroso, uno de sus libros. Recuerdo que en ese momento, increíblemente, pensé en Montalvo y su inquebrantable dignidad de intelectual. Toda mente se apaga, me dije, con una sensación de horror que con el paso de los años se me ha convertido en algo muy parecido a la esperanza.

Pienso que Alberto Luna Tobar fue protagonista y heredero de dos de las corrientes más diáfanas del pensamiento latinoamericano. Por un lado, la Teología de la Liberación, que transformó la Iglesia y el cristianismo, lo hizo más justo y más humano. Y por otro lado, la lucidez de la pluma y dignidad montalvina. Luna Tobar fue heredero de Montalvo en el sentido más amplio de la palabra: es el caso del intelectual que lucha, con todas sus fuerzas, para transformarse a sí mismo.

Hoy pienso que Luna Tobar sufrió grandes transformaciones. El hijo de la aristocracia quiteña que presta oídos a la palabra de Dios. El guardián de una Iglesia oscurantista y conservadora que lo deja todo y se encamina al páramo, tras los pasos de Monseñor Leonidas Proaño. El cura que se baja del púlpito para ejercer la escritura. El sacerdote que sale del confesionario para protestar en la calle y gritar de indignación. El obispo que lucha por los derechos humanos y al que no le preocupan los ataques de Febres Cordero. El hombre que convierte su fe en actos de generosidad y actos de vida. El militante que siempre estuvo junto a los desposeídos. El ciudadano que creyó en la memoria cuando le pidieron que integre una Comisión de la Verdad. El intelectual que pierde la memoria y, con la humildad del cura que por primera vez sube al páramo, se encamina con dignidad hacia la muerte.

Es, quizá, una de las vidas más coherentes y dignas que han existido en el país. También una de las mentes más brillantes y lúcidas, de las que nos debemos sentir orgullosos los ecuatorianos. Y lo es en presente, porque su imagen queda y ha ingresado en lo más alto de la memoria histórica del Ecuador. Todo lo que es memoria, es vida pura y palpitante. En el momento que me enteré de su muerte, recordé al cura de la novela de Alejandro Querejeta. Y es que algo similar me sucede: cuando pienso en Monseñor Luna Tobar, recupero la fe en el ser humano.

Más relacionadas