El libro de Mary Wollstonecraft (1759-1797) resultó entonces tan provocativo que mereció las críticas cruentas de más de uno de los grandes autores de su tiempo. Que la mujer debiese ocupar un sitio similar al del hombre en la sociedad, en lugar de estar simplemente condenada a desempeñar el puesto de madre y esposa, era una idea que parecía inaudita, incluso para muchos de los primeros escritores liberales e ilustrados. Para ellos, si era verdadero –como en su tiempo se creía que era verdadero– que por naturaleza los hombres tenían ciertos derechos inalienables y universales, tal cosa no quería decir que algunas distinciones sociales no pudieran justificarse. De ese modo, se establecieron diferencias entre propietarios y no propietarios, entre hombres y mujeres, entre esclavos y hombres libres, etc.
Por eso resulta elocuente rememorar también el caso de Olympe de Gouges (1748-1793). A Olympe se la recuerda, entre otras cosas, porque en la Francia de la Revolución redactó, de manera perspicaz y provocadora, una “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana” (1791), que consistía, casi en su totalidad, en la utilización de la palabra “mujer” allí donde la Declaración de 1789 usaba la palabra “hombre”. El mensaje estaba claro: lo que valía para los derechos de los hombres, valía también para los de las mujeres. Al final, como bien se sabe, Olympe de Gouges fue condenada a la guillotina, como tantos otros en su época. Estos episodios, a menudo olvidados cuando se habla del primer liberalismo y de la ilustración, expresan muy bien el espíritu de la época: las mujeres, los no propietarios, los esclavos (y ni hablar, por ejemplo, de los homosexuales), no poseían los mismos derechos y las mismas garantías que una clase privilegiada había declarado para todos, pero que sólo alcanzaba a algunos.
Es significativo, por ello, que Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft hayan expresado sus ideas justamente en ese momento de la historia del pensamiento, sobre la base de un reclamo simple, pero rico en consecuencias: si aquello que la ilustración y el primer liberalismo reivindicaba como “justo” lo era para un grupo de hombres, entonces también debía serlo para las mujeres. He aquí el primer “feminismo liberal”, aquel que asume al feminismo como una parte decisiva de la agenda liberal, si se concibe al liberalismo como un movimiento de emancipación gradual (todavía hoy incompleto) del ser humano, y particularmente del individuo frente a la sociedad.
El feminismo liberal se presenta, entonces, como el primer movimiento que a partir de las propias ideas liberales cuestiona uno de sus puntos de partida. La sociedad, en realidad, no está hecha de individuos iguales: la tesis según la cual “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” no tiene valor descriptivo, sino que debe ser reinterpretada como una demanda que exige que los seres humanos sean tratados como seres efectivamente iguales, sin que importen las simples diferencias naturales (el color, el sexo), y aquellas sociales (la religión, las creencias políticas), aducidas para subyugar a determinados grupos de individuos. Frente a las doctrinas que pretenden imponer modos de vida estandarizados, el feminismo liberal reivindica el derecho a escoger un plan de vida personal siempre que este no dañe a terceros. Frente a las doctrinas (ilusorias) que pretenden asumir que estos planes de vida se pueden ejercer libremente en una sociedad que programáticamente los anula o pospone, el feminismo liberal responde –como ya lo hicieran Mary y Olympe– recordando que el liberalismo corresponde a una forma de sociedad, pero que es también un ideal con base en el cual esa sociedad se debe siempre evaluar y, de ser necesario, transformar.