Cuando los indecisos se decidieron

Tenían las carreteras más modernas de América Latina. En esos años, fue innegable el crecimiento económico y la estabilidad política. La seguridad. El ánimo autoritario, por su parte, también persistió. Hubo intolerancia con los críticos, criminalización de la protesta social, control sobre los medios de comunicación, cárcel a los líderes sindicales y demás opositores. La independencia judicial era inexistente. La mayor parte de información sobre las recurrentes y sistemáticas violaciones a los derechos humanos permanecía oculta y tendrían que pasar muchos años para tener absoluta certeza y cifras aproximadas de los horrores de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile.

El año de 1988 llegó, para el régimen del dictador, con la esperanza de quedarse en el poder una década más. La asfixiante propaganda era un arma poderosa: esgrimían de todas las formas posibles, una y otra vez, que Chile no existía antes de Pinochet. Sobredimensionaron las obras y prometieron hacer, en ese nuevo periodo, lo que no habían hecho en 16 años de dictadura. En la cabeza de Pinochet era imposible, absolutamente imposible, que no triunfara el continuismo en el Plebiscito Nacional.

Pablo Larraín, uno de los más grandes cineastas latinoamericanos del momento, relata esta historia en su película ‘No’ (2012), nominada al Óscar a mejor filme extranjero y protagonizada por el legendario Gael García Bernal. Lo cierto es que los partidos opositores a la dictadura, desde la derechista Democracia Cristiana hasta los socialistas que apoyaron el gobierno de Salvador Allende, se unieron en la Concentración de Partidos por la Democracia. La lucha contra la dictadura fue desigual, pero su mensaje de esperanza y alegría contrastó con la sombría silueta de un gobierno autoritario. El 11 de marzo de 1990, Patricio Aylwin, un demócrata cristiano, asumió la presidencia de la República e inauguró la democracia chilena, aupado por las fuerzas de izquierda que con los años llevaron al poder a Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet.

El día del plebiscito, nadie se imaginó que el No tenía la posibilidad de triunfar. Las encuestas, controladas por el régimen, aseguraban la victoria del continuismo. Pero la democracia ya había comenzado a conquistar la mente y el espíritu de la sociedad chilena, e incluso los que respaldaron en su momento la dictadura, deseaban avanzar hacia un sistema democrático en el cual un grupúsculo no controlara todos los poderes del Estado. Los indecisos se decidieron y votaron por el cambio. La dictadura se acabó por decisión del 55.99% de los votos.

He pensado en Chile, su dolorosa historia y su capacidad de sobrellevar el futuro. A finales de los ochenta, los líderes de la oposición a la dictadura dieron uno de los mensajes más maduros y contundentes de la política latinoamericana: la democracia merece más, mucho más de lo que estamos dispuestos a darle. Y es que la democracia no está casada con una ideología, permite la existencia de todas las ideologías.

En pocos días, el Ecuador asiste a una elección donde está en juego la posibilidad de cambio. Considero que la segunda vuelta del 2 de abril, en demasiados sentidos, se asimila al Plebiscito Nacional de Chile. No elegiremos entre Lenín Moreno y Guillermo Lasso. Elegiremos entre la continuidad de un régimen autoritario, empobrecedor y corrupto, y la posibilidad de una democracia, quizá “imperfecta, pero democracia al fin”.

Muchos de quienes hemos decidido respaldar el cambio, hemos resuelto también no entregarle a Guillermo Lasso un cheque en blanco ni casarnos con él, sino optar por la única opción que permitirá la alternabilidad luego de 10 años de concentración de poder. Es saludable a la democracia un cambio. El continuismo, inevitablemente, permite a quienes administran el Estado por demasiado tiempo confundir el erario público con su patrimonio propio, y el resultado son los bochornosos casos de corrupción que han protagonizado altísimos cargos del correísmo. El manejo del poder, por tanto tiempo, transforma al ser humano, saca lo peor de él, lo desconecta de la realidad social y lo encapricha obsesivamente a un cargo que, en realidad, es un puesto de trabajo y no un título nobiliario ni su nombre o identidad.

Muy en el fondo, creo que el 2 de abril estaremos escogiendo a quien enfrentar en los próximos 4 años. Al lobo, hoy vestido de oveja, que ha criminalizado a opositores, ecologistas, estudiantes, periodistas, activistas por todo tipo de derechos y a los indígenas que defienden sus territorios ancestrales, o, por el contrario, a un presidente que gobernará con Parlamento y organismos de control en su contra, sin el control absoluto del Estado, y que ha prometido, categóricamente, reformas institucionales para disminuir el poder demencial que hoy está asociado a ese cargo y derogar las Leyes que permiten las persecuciones judiciales, políticas y propagandísticas. Al menos yo, optaré por el cambio.

Hay quienes dicen que el futuro que nos espera es el de la Argentina, en donde mucha gente se ha volcado a las calles en descontento por las políticas del gobierno de Mauricio Macri. Si me preguntan a mí, prefiero protestar en las calles de Buenos Aires y comerme deliciosos alfajores, antes que hacer horas de fila por papel higiénico, condones y alimentos básicos en Caracas, hoy una de las ciudades más peligrosas y violentas del mundo. Pienso que esa es la disyuntiva real y entre esas dos visiones del mundo, de la vida y del cosmos tendrán que escoger los indecisos y, también, los que en principio quieren votar nulo o blanco.

Esta elección es histórica y en nuestras manos tenemos la posibilidad de escoger el futuro. Es momento de pasar la página, reconocer los logros y las obras, las transformaciones, pero entender, también, que hay mucho más en juego, que la revolución ciudadana ha cumplido su ciclo y, además, ha cometido demasiados errores. Defenderemos las conquistas sociales de estos años, no permitiremos retrocesos. Pero es hora de cambiar. Es el momento de sentir una democracia viva y palpitante. Cambiar, no necesariamente significa retroceder. Al cambiar de ruta, seguimos caminando. Defendamos nuestro sagrado derecho a escoger y a equivocarnos. Que no nos decidan la vida. Que el miedo y el aburrimiento no nos lleve a la indecisión. Que nos decidamos, de una vez por todas.

Más relacionadas