El entierro de la izquierda revolucionaria

Yoani Sánchez
La Habana, Cuba

Solo faltó la banda fúnebre acompañada de crespones negros y sollozos. La clausura del XXIV Foro de Sao Paulo, en La Habana, tuvo todas las trazas de un entierro. Casi se podían escuchar las paletadas de tierra caer sobre esa izquierda latinoamericana que no ha sabido desligarse de los populismos.

Lejos de aquellos tiempos en que los mandatarios de izquierda de la región servían para llenar una amplia tribuna, ahora se convocaron en la Isla unos pocos supervivientes políticos de entonces, más emparentados por su furibunda adicción al poder, que por la bandera de la justicia social y el reparto equitativo de la riqueza.

No faltaron, entre los más de 600 invitados, algunos desorientados que todavía creen en la propaganda de «la Isla de la utopía» o que ingenuamente buscan un espacio de fresca pluralidad en una reunión de este tipo. Falsa ilusión. Creado en los años 90 por iniciativa de Fidel Castro y Luiz Inácio Lula da Silva, el Foro nunca ha sido el lugar para la polifonía.

Heredero indirecto de aquellos congresos que organizaba la Unión Soviética, escondió de su escenografía las hoces, borró los martillos, eliminó de sus charlas la palabra comunismo y desterró las alusiones leninistas. Puede que sus organizadores se hayan vestido de progresistas, succionado movimientos ecologistas, indigenistas y de derechos humanos, pero el esqueleto que los sostiene tiene una similar constitución a las conferencias armadas por la URSS, porque intentan hacer pasar por espontáneo lo que está milimétricamente controlado.

Su última edición ha servido otra vez como pasarela para quienes promueven la intolerancia política, el autoritarismo y el asistencialismo clientelar, como el venezolano Nicolás Maduro. También se ha sumado el líder con ansias de perpetuidad Evo Morales, el caudillo que heredó el poder por vía sanguínea, Raúl Castro, y el presidente elegido a dedo, Miguel Díaz-Canel.

Durante tres jornadas, los participantes aplaudieron furibundamente las consignas, los dislates y hasta las falsas promesas de «ayudar a los desfavorecidos» o «defender la verdad» que salieron de los labios, justamente, de algunos de los mayores corruptos y depredadores de la prensa en el continente. Cada nueva frase que pronunciaban era como una extremaunción que daban a su propia doctrina.

Esos que esta semana se vistieron con los ropajes de las luchas sociales y los reclamos de los más desfavorecidos han demostrado que una vez instalados en palacio su objetivo es minar las instituciones republicanas y dinamitar el basamento legal de la democracia, acciones que a mediano plano terminan por infligir un extenso daño a los propios sectores sociales que aseguran representar.

En la cita se le dio también un buen espacio a explicar el falso y maniqueo dilema de que hay que elegir entre esta izquierda que todavía habla de revoluciones y enemigos, o el neoliberalismo, la derecha y los poderosos. Una disyuntiva que se calza con llamados a que se respete «la libre determinación de los pueblos», lo que en realidad enmascara el reclamo de impunidad gubernamental para barrer con los derechos de sus ciudadanos.

En el hilo narrativo que conectó las sesiones del evento, una hebra insistía en la idea de que la izquierda no está acabada en esta parte del mundo y que tampoco se puede hablar de un cambio de ciclo ideológico. Tamaña ironía: los mismos que contribuyeron a la caída en desgracia de una tendencia se erigieron en el habanero Palacio de las Convenciones en doctores para auscultar a su víctima.

Los adalides populistas que dedicaron buena parte de los debates a señalar culpables, con el índice orientado hacia el norte, han entregado en bandeja de plata a sus opositores los argumentos para desprestigiar a toda una ideología. Conocedores quizás de esa caída en desgracia, apelan ahora a apuntalarse unos a otros. «O nos unimos, o nos hundimos en el lodo de la contrarrevolución que nos tratan de imponer», concluyeron premonitoriamente.

Esa frase revela también la verdadera razón del evento. Un conciliábulo para engrasar la maquinaria que revienta actos, azuza protestas, tuerce las matrices de opinión y grita, a todo pulmón, ante cada discurso que se aleje un milímetro del guión preestablecido. El Foro de Sao Paulo funciona como esas reuniones donde se reparten las instrucciones de la camorra ideológica, el ajuste de reloj para sincronizar el tiempo para el escrache o el acto de repudio.

Sin embargo, no todo es descartable en el recién concluido cónclave. Sus sesiones pueden funcionar como una advertencia a la otra izquierda, democrática y menos vocinglera, que pocas veces resulta invitada a este tipo de citas, para que marque públicamente la distancia y revitalice las ideas progresistas en el continente.

América Latina necesita una izquierda con ideas renovadas, moderna y responsable, no el conglomerado de líderes impresentables que se dieron cita en La Habana. Partidos progresistas que dejen de colocar las responsabilidades en otra parte, temer a su propia ciudadanía y pescar en el río revuelto de los conflictos sociales. Pero para eso quizás sea imprescindible que el Foro de Sao Paulo se disuelva.

Ese escenario no está lejos. En la medida en que los Gobiernos que lo sustentaron desaparecen del mapa ejecutivo de la región, la cita va dando bandazos entre unos pocos países. La anterior edición se celebró en Nicaragua, y en esta ocasión debió regresar a la Isla, donde ya había tenido lugar en 1993 y 2001. Es fácil adivinar dónde serán los siguientes encuentros: Bolivia, Venezuela… o México.

Por esta vez, y sin sorpresas, en su declaración final los foristas culparon al «imperialismo» de Estados Unidos de las revueltas y conflictos sociales en la región, especialmente en Nicaragua, y pidieron la liberación de Luiz Inácio Lula da Silva. Como era de esperarse, la «revolución bolivariana» recibió un apoyo especial.

Algo, sin embargo, rompió la máscara y dejó ver el rostro escondido debajo del disfraz progresista. El mismo día en que se cerraba el Foro en la capital cubana, las bombas de Daniel Ortega caían sobre Masaya. Aplausos en el Palacio de las Convenciones de La Habana y explosiones mortíferas en las calles del barrio indígena de Monimbó. Risas en un lugar, siete horas de terror en otro. Ningún asistente al Foro de Sao Paulo condenó la represión.

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