Maricruz González
Quito, Ecuador
De repente, la noche del jueves pasado sentí que la revolución ciudadana no había terminado. Luego del decimonónico viacrucis burocrático para conseguir las entradas gratuitas e ir a escuchar al gran escritor japonés Haruki Murakami –en un lugar tan extraño para recibir a un escritor como el Teatro Nacional de la CCE–, las largas filas me hicieron pensar que se había combinado al japonés con un concierto reguetonero. La división que habían hecho entre el ingreso VIP y el resto, me recordó a la década terrorífica. Esperando en la cola, adelante mío, estaba una pareja de jovencitos a la que se acercó un humilde hombre a preguntar quién se presentaba que había tanta gente. La muchacha le señaló al gran afiche colgado en frente y ambos intentaron leer el nombre: ¿mu-ra-ka-ma?, preguntó el hombre. La joven trató de leer y le respondió que era algo así.
Una vez adentro, cuando al fin comenzó el evento, la presentadora, cual digna heredera de los megaeventos AP, anunció el ingreso del ministro como si de un ídolo se tratara –temí la llegada del consabido himno Patria Sagrada o preámbulo musical de Galo Mora– y enseguida se dedicó a enumerar a las autoridades, desde el presidente de la república, a quien agradeció, ministros, cuerpo diplomático y, bueno, público en general. Solo faltó una teleconferencia desde la AGNU para dar la bienvenida al compañero Murakami al país de las 3 Manuelas. Entre los aplausos a la entrada del ministro hubo una solitaria chiflada en la galería que enseguida calló, ante risas solapadas. Seguramente, pensó el chiflador, Murakami no se merecía esa pifia.
Si bien Quito no es exactamente la ciudad “Destino Líder de Reuniones, Conferencias y Eventos de Sudamérica”, como dice el misterioso World Travel Awards, sí recibimos escritores extranjeros afamados cada cierto tiempo y jamás ha sido con esta parafernalia. De hecho, al ingresar Murakami al pequeño escenario de dos sofás que habían preparado frente a los 2 mil espectadores, declaró –¡y lo repitió más adelante!– que se sentía Bruce Springsteen. El teatro estaba repleto a más no poder. ¿Tantos lectores tenía Murakami en la función pública nacional e internacional, donde se habían repartido las entradas VIP?
Luego de una larguísima introducción, parecía que el ministro venía preparado para atacar, puesto que ametralló a Murakami con decenas de preguntas que impidieron que la velada se tornara en un diálogo ameno, con repreguntas a las generosas respuestas de Murakami. Entre una y otra pregunta, la presentadora o azafata salió apresurada de atrás del telón con un vaso de agua, solo uno, para el ministro. Casi al final de la entrevista parece que recordaron las reglas esenciales del buen anfitrión y trajeron otros dos vasos para el escritor y la traductora. Salvó la noche el gran escritor que, con paciencia, en forma por demás sencilla y con sentido del humor, pero también muy directo, respondió a las preguntas, algunas muy desenfocadas, del ministro, que no soltó ni una sonrisa en toda la noche, al contrario de su interlocutor y su traductora que, dicho sea de paso, hizo un excelente trabajo. Entre esas preguntas desenfocadas que han sido detalladas por otros espectadores en la prensa, estuvo una que me hizo pensar en el reciente discurso del ministro en la feria del libro de Montevideo, por la que fue duramente criticado: ¿Qué le parecían los escritores latinoamericanos? y mencionó cuatro nombres, grandes, sí, pero de mediados del siglo XX. Parece que al ministro no le llegó el mensaje de que la literatura latinoamericana no se detuvo en los años 70 del siglo pasado. Otra pregunta que hizo que mis antenas comenzaran a sonar fue acerca del horror del ministro pareció sentir ante las expresas imágenes sexuales del japonés en su obra – mi memoria me llevó a sus (in)felices declaraciones de que en los 70 se había comido a todas las hembritas de Quito. Era como si le gustara crear polémica.
Quito se perdió la oportunidad de tener un panel de lujo para deleitar al público, no solo con el invitado, sino con lo mejor de la escritura y periodismo cultural de la ciudad. En fin, no me arrepentí de haber ido al megaevento para comprobar una vez más que cuando un ser humano tiene algo que decir, y lo hace bien, no tiene por qué hacer alarde de ello ni maltratar al público. Antes de finalizar, una vez más, Murakami insistió en que no creía que él valiese tanto como para que nos desplazáramos en ese número a verlo, que nunca había estado ante tanta gente. Lo dijo agradeciéndonos y con una amplia sonrisa de cordialidad, de altura. ¿Sabrá Murakami de la década perdida?