Armas rusas a Cuba, ¿para qué?

Yoani Sánchez
La Habana, Cuba

Una carretilla desembarca en la carnicería de la Plaza de Carlos III, en La Habana. La multitud se lanza sobre ella. Hay gritos, empujones, algún que otro golpe y dos hombres acaparan varias cajas con pollo congelado al grito de: «esto es mío». Es martes y apenas unos días antes ha trascendido que Rusia otorgará un crédito a Cuba para la adquisición de armamento.

La noticia de los 50 millones de dólares que Moscú entrega a la Isla para reforzar su sector bélico ha sido recibida como una bofetada por muchos cubanos que ven cómo los alimentos faltan y los precios suben. En medio de un desabastecimiento que cada día se hace más pronunciado, cuesta entender que uno de los acuerdos alcanzados con el Kremlin sirva para entrenar tropas, comprar municiones o reparar aparatos para la guerra.

El destino de esos recursos se vuelve más absurdo porque Cuba no está envuelta en ningún conflicto armado, no tiene en su territorio foco alguno de enfrentamiento y es poco probable que sea atacada por alguna potencia extranjera. Malgastar ese dinero solo tiene sentido si se explica dentro de un plan geopolítico para que el Kremlin fanfarronee ante la Casa Blanca. Algo frecuente en una Isla que ha sido, tantas veces, pieza en el ajedrez diplomático entre esos dos países.

Desde hace algunos años, el fantasma de la guerra fría ha vuelto a planear sobre Cuba y los últimos acercamientos diplomáticos entre Vladímir Putin y Miguel Díaz-Canel recuerdan a aquellos tiempos en que el país orbitaba alrededor de la Unión Soviética, desplegaba sus soldados en África para complacer a Moscú y recibía cuantiosos recursos de las arcas rusas para mostrar logros sociales muy alejados de sus verdaderas posibilidades económicas.

Cuba fue vitrina, punta de lanza y carne de cañón para la URSS y ahora es plataforma de lanzamiento del expansionismo de Putin en América Latina. Triste destino para un país cuyas autoridades repiten la retórica de la soberanía mientras dependen, cada día más, de que otros gobiernos les condonen deudas, les regalen fondos o les subvencionen -de una u otra manera- su fracasado sistema.

Jugar a la guerra no solo resulta ridículo en estos momentos en que la economía nacional no logra levantar cabeza y miles de cubanos empacan sus maletas para escapar de la Isla, cansados de esperar una recuperación que no llega, sino que evidencia la desconexión entre la Plaza de la Revolución y las calles. Mientras unos están pensando en cómo meter el dedo en el ojo a Washington, los ciudadanos desean políticas que promuevan la prosperidad, el desarrollo y la mejora de los servicios.

Con el anuncio de los 50 millones para comprar armamento es muy difícil no evocar la cantidad de horas perdidas que varias generaciones de cubanos tuvimos que destinar a entrenamientos militares, conatos de evacuaciones o ridículas maniobras para defendernos de un enemigo que nunca llegó. Eran los años en que la propaganda oficial utilizó muy hábilmente el miedo a una invasión extranjera para obligarnos a cerrar filas y callarnos. La presunta inmediatez de un conflicto armado era utilizada como mordaza, distracción y señuelo.

Sin embargo, el cuento de la guerra cada vez resulta menos creíble. La verdadera batalla es la que vivimos cada día para poder encontrar alimentos, transportarnos de un lugar a otro, adquirir medicamentos o bregar en la excesiva burocracia. Todas esas armas que se comprarán no están concebidas para disuadir a un enemigo, sino para atemorizar a los ciudadanos. Son balas de persuasión y amenaza que caerán sobre nosotros.

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