Memoria y muñeco vudú

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Al perder alguien o algo querido, hay una mutación verbal que traslada las expectativas desde el imperfecto, ese modo que anuncia un trabajo todavía no concluido o susceptible de repetirse, al perfecto, donde ha de acomodarse todo lo que terminó de ser y ya no puede seguir ocurriendo, no al menos con la participación del cuerpo ni en el horizonte de lo posible. Es difícil pensar en un mecanismo más preciso que esta diferencia para evaluar nuestras relaciones con el pasado. “Fuimos a guarecernos”, que desmonta el “íbamos huyendo de la lluvia”.

Hasta aquí la gramática. Y a partir de este punto, la memoria. Muchos, yo también, pensamos que la memoria y la evocación mantenían afectuoso trato, como si siempre apareciera esa sensación análoga a una magdalena en el paladar, encargada de levantar a los sentidos de un letargo inducido por la urgencia y el presente. La evocación de la memoria aparecía para mí como un arte en que se raspa la pátina de un acicate y afloran momentos de nostalgia y añoranza, esas elaboraciones de la mente, ficciones de un pasado ideal pero inexistente.

Ya no creo que suceda así, o al menos no siempre.

La memoria aboca, no evoca. Es arbitraria y ponzoñosa, poco indulgente. La evocación parece estar en sintonía con las narrativas sentimentales hegemónicas de cada tiempo. Del nuestro: el amante que mira un paisaje a través del cristal del tren, el avión o el bus; la infancia recuperada con distintos talleres de fabricación de un idilio con el espacio y con las gentes. Vaya, como si fuera la portada de alguna revista de los Testigos de Jehová.

La memoria vuelve aún más risible cliché a estas ensoñaciones, y las desnorta hasta poner en claro que son narraciones manidas. Al perder, al despedirse y alejarse de algo o alguien querido, la memoria taladra lo que ya se daba por olvidado y provoca la ocurrencia de imágenes inconexas, que, sin remedio, convocan el carácter irrepetible de los recuerdos, su definitiva separación de las formas relamidas y su capacidad para convocar dolor.

¿Dónde instalar la textura de un abrigo de invierno? ¿La resonancia de unas botas pisando la calle lluviosa? Lecturas ensayadas en voz alta, el timbre de una voz, la disposición de los arreglos de una casa, los gestos que delatan inseguridad y quiebre -la memoria de otros dolores, el inexistente código del olvido-, el sudor, el pelo, los ovillos de ropa sucia, el lavabo sin enjuagar.

Allí la memoria devasta, aunque no necesariamente se opone a la historia. Su legibilidad es la que se pueda elaborar desde las imágenes sin nexo aparente, o sin nexo aparente que no sea el que convoca la referencia de la experiencia. La memoria es una historia sentimental y personal, una arqueología involuntaria que pone en crisis la univocidad del pasado. Ese momento, tal y como fue, emerge como imagen de una miniatura de tiempo, aunque es capaz de construir un campo entero de significados. Carga con fuerza, destapa lo más duele, y exhuma extrañas agujas que se pegan a uno, muñeco vudú, prometiéndole recreación donde hoy ya sólo hay ausencia.

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