Que no agiten las aguas

Hernán Pérez Loose

Guayaquil, Ecuador

La semana pasada concluyó sus labores la Comisión Internacional contra la Impunidad de Guatemala (Cicig), una vez que el convenio con la ONU no fue renovado por el gobierno. La Comisión había realizado logros contra la corrupción y el abuso del poder casi inimaginables en Latinoamérica.

Gracias a los recursos técnicos de la Cicig, honestidad y profesionalismo, la Fiscalía de esa nación pudo enfrentar poderosas redes de corrupción; logró enjuiciar y encarcelar a expresidentes, exvicepresidentes, ministros, militares, empresarios, alcaldes, jueces, diputados, funcionarios públicos, políticos y traficantes. Su expulsión de Guatemala tuvo como antecedente la decisión de la Comisión y la Fiscalía de abrir investigaciones contra el hermano del actual presidente. Esa fue la gota que derramó el vaso. Con rarísimas excepciones, a los políticos les gusta que se combata la corrupción de otros –mejor si son sus opositores–, pero no la propia.

A inicios del mes pasado visité Guatemala. Lo hice como miembro del Consejo de Abogados para los Derechos Civiles y Económicos del Vance Center de la New York City Bar. La misión tuvo por objeto acompañar a varias organizaciones de la sociedad civil en sus esfuerzos por fortalecer la independencia judicial. En nuestras entrevistas con organizaciones de jueces, empresarios, periodistas, colectivos de la sociedad civil, exministros, gremios profesionales y abogados de estudios jurídicos corporativos, había un marcado pesimismo sobre lo que le esperaba a Guatemala luego de la salida de la Cicig. La Comisión significó una interesante iniciativa en una región tan renuente a cambiar sus instituciones, sus prácticas políticas y su cultura legal, en general.

Es obvio que el éxito de la Cicig fue la razón de su condena. Como se recordará, en nuestro país, durante las últimas elecciones presidenciales, en uno de esos raros momentos de lucidez, los dos candidatos finalistas ofrecieron establecer en el Ecuador una comisión al estilo de la Cicig. Pero a la vuelta de poco tiempo el asunto quedó enterrado, pues lo que se hizo fue crear con mucha pompa una cantinflesca comisión de burócratas internacionales, solo para asesorar, sin ningún poder de investigación y de paso adscrita no a la Fiscalía sino a la Presidencia de la República.

Tanto el gobierno como la oposición oficialista no demoraron en caer en cuenta del peligro que significaba tener en nuestro país una comisión como la Cicig. No se diga la banda de asaltantes que nos gobernó por una década. Para todos habría sido una verdadera pesadilla tener un equipo de fiscales extranjeros (que “nadie conoce”) especializados en luchar contra la corrupción, con un presupuesto financiado por la ONU y dedicados, entre otros, a recuperar los 70.000 millones de dólares robados.

Es preferible que el país se entretenga nomás con los pocos procesos que la Fiscalía, con sus limitados recursos, logra iniciar. Mientras tanto, nadie reforma la normativa de contratación pública, no se endurecen las sanciones para los delitos contra la administración pública y hasta les da miedo debatir sobre una reforma constitucional seria. Ese es el país de sus sueños. (O)

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