La claudicación de la víctima

Esteban Pérez Medina

Quito, Ecuador

Los acontecimientos de las últimas semanas en Chile son los síntomas de la grave crisis moral que vive no sólo América Latina, sino el mundo. Esta crisis pasa por haber convencido a las víctimas –a aquellos que han logrado un patrimonio como producto del esfuerzo productivo, satisfaciendo las necesidades de los consumidores en el mercado– de que su éxito es culposo y abusivo. De haber convencido a los victimarios –aquellos que usan la violencia para apropiarse o destruir aquello que no les pertenece y por lo que no han trabajado– de que su «lucha» es legítima y noble. Chile es una sociedad enferma, en la que quienes producen miran inmóviles cómo quienes no lo destruyen todo con orgullo. Es una sociedad en la que nadie está dispuesto cometer el «pecado» de defender lo suyo de las garras de «santos y beatos» saqueadores.

Y la enfermedad de la sociedad se refleja vivamente en sus élites. El gobierno de Chile, elegido democráticamente hace menos de dos años –llegando a ser uno de los más votados de la historia del ese país–, ha claudicado hoy ante una minoría violenta de saqueadores, a los que no se atreve ni siquiera a contrariar. Ha abandonado por completo el cumplimiento de la primera función del Estado –la de proteger el orden público, la vida y propiedad de sus ciudadanos–. Es mero espectador de una demostración, en el que una minoría indignada por las supuestas injusticias sociales –en el país con mayor ingreso per capital de América del Sur y con la segunda menor tasa de pobreza del continente, misma que decayó en 44% en diez años– incendian y roban –entre otras cosas productos que dudosamente son de primera necesidad, como calzoncillos y bragas– sin ninguna repercusión física o legal. No se atreve a imponer el orden ni a exigir -y hacer valer- el respeto a los derechos de las víctimas.

Lo que se roba y se destruye en Chile tiene un costo. No brotó espontáneamente de la tierra, sino que es el resultado consciente de mentes productivas. Y ha sido adquirido por sus propietarios sacrificando capitales que pudieron haberse utilizado en su consumo personal y que se prefirieron utilizar en actividades productivas para satisfacer las necesidades de los consumidores. Ellos asumen el costo del vandalismo. Pero lo asumen sin chistar, indefensos, incapaces de oponer resistencia. Y el gobierno que eligieron permanece inerte, cobarde, indispuesto a cumplir con su trabajo. Todo porque, tanto los unos como los otros, se dejaron convencer de la premisa moral de que producir es un pecado –siempre cometido a costillas de otro– y saquear y destruir es una justa reivindicación social.

El diagnóstico de Chile no puede ser peor, pues una sociedad que ha perdido su sentido moral es una sociedad condenada. Si sigue este rumbo, la bonanza económica y moral –que permitió sacar a más del 30% de chilenos de la pobreza, y de producir y atender a sus ciudadanos con más bienes y servicios de mayor calidad– alcanzada en las últimas décadas probará ser efímera y pasajera. No sería de extrañar que en unos años encontremos un Chile con niveles de abyecta miseria propios de la Venezuela de nuestros días.

Desde Ecuador, el diagnóstico de Chile nos suena ominosamente cercano. No fue hace un mes que tuvimos una situación similar. La misma, sin embargo, fue de menor envergadura y duración. Aún los ciudadanos ecuatorianos –y nuestro gobierno– no hemos sido sometidos a la prueba ácida de determinar si nuestra conciencia moral está del lado de quienes aportan a la sociedad o del lado de las turbas bárbaras. Ojalá esa prueba nos tome del lado correcto.

Más relacionadas