En silencio

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

La catarata de información disponible, las órdenes y contraórdenes de los jueces, la incertidumbre que arrojan las candidaturas forman un galimatías ante el cual la única defensa es el silencio. Un silencio espeso e incómodo que se impone ante la constatación de la tozudez que caracteriza los actos de los distintos actores políticos que ambicionan representarnos.

Un silencio rabioso ante la impunidad y el cinismo del que hacen gala quienes colocaron al País al borde del abismo y hoy pretenden rescatarlo con soluciones artificiosas y llenas de demagogia impracticable.

Constatar que a la mayoría les importa un bledo el Ecuador y que únicamente persiguen sus intereses de coyuntura es doloroso y frustrante. El espejismo del voto universal y obligatorio vuelve más desesperado aún el panorama. Ojalá pudiéramos cambiar de canal y dedicar nuestra atención a algo más constructivo y beneficioso para las grandes mayorías, esas que solo miran los resultados y no comprenden las causas, que son víctimas de la inmediatez y apoyan ciegamente soluciones mágicas sin asidero real.

La incapacidad para entender principios elementales tales como las cuentas del ama de casa, que exigen una concordancia entre el dinero que entra y el que sale, el discurso mañoso y reaccionario encaminado a despojar al que algo tiene para otorgarlo sin esfuerzo a aquellos que ningún mérito han hecho, el eterno martillar de la retórica sobre una injusticia social que el Estado es el único llamado a solucionar han creado un paquidermo ampuloso y falaz cuyas ejecutorias dejan mucho que desear pero que sigue siendo objeto de la codicia de quienes quieren convertirlo en un monstruo más grande aún y esencialmente totalitario.

Durante décadas este esfuerzo se ha plasmado en un Estado cada vez más grande y más controlador, en una permanente reducción de libertades, en un aumento radical de deberes y tributos que, bajo la muletilla de la ayuda a los más pobres, solamente han logrado aumentar la burocracia y la influencia del Estado en nuestra cotidianidad.

Parece increíble que, a pesar de las innumerables evidencias del fracaso de estos regímenes, sigamos escuchando voces favorables a una mayor participación del Estado en la economía, a una normativa más rígida contra los empresarios privados y un aumento de impuestos permanente como contraparte a un despilfarro comprobado de los fondos producto de nuestro aporte como ciudadanos, de obras faraónicas y de prioridad discutible, de negocios bajo la mesa con dinero de todos.

Urge una administración eficaz y responsable de los fondos públicos, un equilibrio entre los ingresos y los egresos, la búsqueda de soluciones casa adentro antes que las consabidas reformas tributarias que solo significan mayores obligaciones para el público y socapan el dispendio estatal porque nadie lo limita.

Es hora de detener estos contrasentidos. De mirar con claridad los límites del Estado y sus falencias. De entender la magnitud de la deuda que un cúmulo de gobiernos irresponsables y cómodos han depositado en los hombros de todos. De asimilar que un Estado jamás podrá satisfacer todas las demandas de un pueblo, y que hay que concentrarse en crear las condiciones para que el trabajo, la seguridad social, la salud y la educación, necesidades básicas del ciudadano, sean satisfechas y le permitan producir sin angustias extras en la ya difícil tarea de vivir.

Es hora de quitarnos la venda de los ojos y empezar a mirar la realidad dolorosa en que nos ha sumido el egoísmo, la demagogia y la codicia de nuestros dirigentes, y rescatar la ética, el afán de servicio, la preparación, la experiencia y la honradez de miras como requisito indispensable para recuperar a un país perdido por la comodidad e irresponsabilidad de sus élites. Con esa óptica clara, será más sencillo escoger a nuestras autoridades.

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