Dejar hacer, dejar pasar

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Quisiéramos pensar que los Bucaram y Correa son una excepción, manchas aisladas en el fondo blanco de la bonhomía nacional. Quisiéramos pensar que, como repiten los políticos, haciendo gala del peor maniqueísmo, “los buenos somos más”. Pero la realidad, que no tiene compromisos con nadie, nos dice que no es así, que ni los Bucaram ni Correa salieron de la nada. Que hay un Ecuador que los alumbró, que los crio, que los vitoreó, que los emuló, y que los sigue sosteniendo y levantando altares en homenaje a lo que son y representan: la ignorancia, la tosquedad de espíritu, la vulgaridad, la “sapería”, la prepotencia, la violencia, los “vicios masculinos”, el desprecio a las mujeres.

Para ese Ecuador, todas estas señales de identidad no son taras morales, sino valores. En ellas se reconocen. ¿Se trata solo del lumpen proletariado? De ninguna manera. Ahí están intelectuales que nunca aprendieron a pensar, periodistas militantes, comerciantes enriquecidos por el contrabando, jueces venales, abogados que ven su profesión como el brazo legal del crimen, médicos que comercian con los medicamentos que el Estado compró para curar a los enfermos.

Estamos viviendo el momento en el que el Ecuador del delito se alza desde su miseria moral y reclama sus derechos a la mala, como corresponde a su naturaleza, y trata de imponerlos al país a través del soborno, la amenaza, la violencia directa.

¿Dónde está Shy Dahan? ¡Muerto!
¿Dónde está el Pepudo Alejo? ¡Muerto!

A estas muertes, asesinatos por encargo, la Policía las llama “ajuste de cuentas”: la manera en la que los criminales resuelven sus conflictos de forma definitiva.

Los políticos, muchos políticos se mueven en la órbita del crimen y negocian con los criminales y se justifican diciendo que lo hacen para salvar “el proyecto”.

Fernando Balda presentó una denuncia contra José Serrano por su participación, como ministro de gobierno de Rafael Correa, en su secuestro en Colombia. Se trata del mismo político que, en el año 2017, viajó a Panamá a conversar y hacer acuerdos con Abdalá Bucaram para, con su ayuda, ganar las elecciones y garantizar la continuidad de la “revolución ciudadana”. Fue a Panamá, afirma en una entrevista, a pedirle a Abdalá que dejara de injuriar a los candidatos de Alianza País, en lugar de, como se debe, denunciar al injuriador, si es que lo que decía en verdad eran injurias.

Dejar hacer, dejar pasar es la fórmula que en el país se ha adoptado frente a los criminales ligados a la política y frente a los actos delictivos que se justifican por razones políticas. ¿Participó en la quema de la Contraloría? No tema. No le va a pasar nada. Es más, si quiere, puede unirse al derrocamiento de las estatuas de Quito que no le gusten. Como son propiedad pública no más, y usted tiene todo el derecho, con combos y pintura, a expresar su ira por sucesos de hace quinientos años, no tendrá ningún problema con la justicia. En estas circunstancias, ella es sorda, ciega, manca, muda.

Abdalá Bucaram, que, desde el punto de vista de Serrano, había cometido injuria, un delito, según el Código Penal, la sigue practicando. El mismo hombre que, entre sollozos, decía: “Mi hijo, no. Mi hijo, no”, cuando capturaron en Colombia a su hijo mayor, Jacobo, tiene toda la libertad del mundo para, desde su prisión domiciliaria, ofender públicamente, y de la manera más obscena, a una periodista que no ha hecho nada más que su trabajo.

Los que hacen parte de una mafia solo ven como personas a los miembros de su familia, los demás son objetos, instrumentos que se pueden manejar a conveniencia.

Las majaderías de Abdalá Bucaram y su hijo Jacobo habrán sido, seguramente, tendencia en las redes sociales. Y, ante ellas, los “periodistas militantes” y “alternativos” se han quedado mudos. ¿Será porque la periodista ofendida, Dayana Monroy, forma parte de Teleamazonas, esa encarnación de la prensa corrupta, como decía Rafael Correa, y repetían y repiten los profesores de las facultades de comunicación que sirvieron al correísmo y que ahora sirven a los incendiarios de Quito y a los derrocadores de estatuas?

Dejar hacer. Dejar pasar.

Bucaram tiene sus razones. Y sus razones tienen, también, los profesores y estudiantes universitarios que celebran la violencia y la practican amparados en su condición de “progres”. ¿En qué se diferencian estos de Bucaram? Él, igual que ellos, afirmaba luchar por “los pobres de la patria”. Al parecer, basta con que algunas personas encuentren una causa, cualquiera que esta sea, para asumir que tienen derecho a ejercer la violencia. La inacción de las autoridades los confirma en su creencia.
Vivimos, en la actualidad, una situación muy dañina para la democracia: la abdicación, por parte de las autoridades, de sus responsabilidades públicas. Jorge Yunda, el “noalcalde” de Quito, es el mejor ejemplo de esta epidemia de renuncia: “Señor ´noalcalde´, están incendiando Quito”. “Consígame de urgencia un vuelo para Guayaquil”. Y vuela, Yunda, vuela a prudente distancia del suelo.

¿En qué nivel de prioridad ha situado la Fiscalía las agresiones que sufrió Quito y que sufrieron las personas secuestradas por indígenas y extremistas de izquierda en octubre pasado? Quizá, no era oportuno actuar hace un año, cuando el Gobierno estaba tan débil. Quizá, tampoco, es oportuno ahora, cuando estamos cerca de elecciones. ¿Será, entonces, que la justicia debe actuar solo cuando es conveniente para la estabilidad de las autoridades o para sus cálculos electorales?

La respuesta, que cada vez está más clara para los ecuatorianos, es dejar hacer y dejar pasar.

Y así, hasta que tengamos el agua arriba del cuello.

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