Democracia o autoritarismo étnico

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

En el país, como lo revelan las distintas posiciones adoptadas por los ecuatorianos frente a las violentas manifestaciones de la Conaie en estas dos últimas semanas, se han perfilado dos formas opuestas de ver la política.

La primera, que defiende la mayoría de ciudadanos -los que se oponen a las acciones violentas de la Conaie-, se resume en tres ideas: “paz, trabajo y democracia”. La segunda, en cuatro: “Abajo el Estado”. “La insurrección se viene”. “Es la calle o nada”. “Acumular fuerzas y combatir” (consignas pintadas en las paredes del centro de Quito).

Para abolir el Estado, se infiere, la insurrección es la vía, y el método de la insurrección es la lucha callejera. Más aún, el terror: “No han visto cómo podemos vencer y descuartizar a los poderosos”, reza un cartel del Frente Femenino Popular -que cita a Manuela León-, pegado en una pared de la calle 10 de Agosto.

Democracia o autoritarismo étnico, esta, la disyuntiva política que Ecuador vive ahora, y de cuya resolución depende críticamente su futuro.

Aparte del narcotráfico, el autoritarismo étnico es la mayor amenaza que se cierne sobre la continuidad del régimen democrático en Ecuador. Hecho que lo convierte en un asunto de seguridad nacional.

Thomas Hobbes, uno de los grandes filósofos políticos de todos los tiempos, sostenía que la razón de ser del Estado es garantizar la paz y seguridad de sus miembros. Él, que no se hacía ilusiones sobre los seres humanos, pensaba que estos quieren, al mismo tiempo, ser libres y dominar a otros.

Siendo así, y a fin de mantener la libertad dentro de unos límites que impidan a los unos dañar a los demás, sostenía que el Estado debe establecer unas reglas de cumplimiento obligatorio para todos: las leyes civiles.

Como Hobbes sabe que los seres humanos se resisten a cumplir la ley si no tienen conciencia de que el Estado cuenta con el poder suficiente para obligarlos a cumplirla, deja muy claro que el pacto que da origen al Estado supone que esta persona civil, el Estado, “pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y la defensa común”. Lo “conveniente”, en nuestro caso, se encuentra establecido en la ley y la Constitución. No hay Estado, por tanto, sin una fuerza pública que obligue a cumplir la ley -la orden del soberano- a quienes la quebrantan o se resisten a obedecerla.

Los miembros de la Conaie, en las últimas protestas, han quebrantado la ley y, excediendo los límites de su libertad, han intentado dominar a los otros habitantes, e incluso, instaurar un Estado paralelo. Solo el Estado puede imponer tributos a sus ciudadanos. Solo el Estado, en caso de guerra o emergencia, puede extender salvoconductos. Solo el Estado puede reglamentar la movilidad dentro de sus fronteras. Solo el Estado puede controlar el territorio nacional. Solo el Estado y, ahora, la Conaie, quien ejerce la soberanía en ciertos territorios del país. Y hace, además, algo que ningún Estado haría a sus miembros: impedir el paso de ambulancias y el traslado de las personas que necesitan diálisis a los lugares donde reciben atención, lo que equivale a condenarlas a muerte por envenenamiento.

No sé si nos percatamos de la gravedad del asunto. ¿Qué queda entonces? No otra cosa sino que el Estado haga lo que Hobbes dice que le es propio y exclusivo para cumplir con su misión máxima de mantener la paz y la seguridad de quienes viven en su territorio.

Por ningún motivo el Estado puede renunciar a hacer lo que debe. Si el poder para garantizar la seguridad de los ciudadanos no es suficiente, señala el mismo Hobbes, “cada uno fiará tan solo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres”. De aquí surge la anarquía y de la anarquía, la tiranía. La mayoría del pueblo ecuatoriano quiere democracia. Hagámosla posible.

Quito, 24 de junio de 2022. Manifestantes de distintas provincias mantienen enfrentamientos con la Policía Nacional mientras se mantiene la asamblea Nacional de Pueblos a indí­genas en el Ágora de la Casa de la Cultura. API/JUAN RUIZ CÓNDOR

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