Chile y el mito de los independientes

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

El proceso constitucional chileno, que terminó con el rechazo mayoritario a la propuesta de nueva Constitución, ha ayudado a derribar algunos mitos de gran arraigo en la cultura política de Ecuador y Latinoamérica. Entre estos, el de que los políticos independientes son mejores que los que pertenecen a un partido, y el de que las organizaciones de la sociedad civil tienen un mejor sentido de la política que los partidos tradicionales, es decir, que saben con mucha mayor claridad qué es lo que se debe hacer y cómo se debe hacer.

La realidad nos muestra algo distinto: los unos y las otras, puestos a definir las reglas básicas de la convivencia social, se comportan como extremistas y, al situarse en los extremos, olvidan los intereses de la mayoría de la población, para favorecer los de un colectivo particular.

La ilusión en boga es que los independientes tienen una mayor estatura moral que los políticos que han militado en un partido y han desempeñado cargos públicos. Se trataría de seres especialmente virtuosos que, al manejar los asuntos referentes a la cosa pública, lo harían con mesura, honestidad y objetividad, teniendo siempre en su cabeza el propósito de contribuir al logro del bien común.  Lo ocurrido en Chile desmiente esta creencia.

Todos los independientes están ligados, si no a sus intereses personales, a una causa política definida y son simpatizantes o miembros de alguna organización o movimiento social. A diferencia de los partidos políticos, que, independientemente de su línea ideológica, están obligados a representar los intereses generales de la comunidad, las organizaciones sociales representan los intereses de grupos articulados en torno a demandas y reivindicaciones no siempre generalizables ni de importancia para el común de los ciudadanos.

Esto, con frecuencia, les impide tener una visión de conjunto de los problemas sociales y políticos y los lleva a tratar de imponer sus decisiones sin que importe su impacto en el todo social.

Esta limitada perspectiva vuelve a los independientes y las organizaciones sociales susceptibles al maximalismo.

A tiempo se dieron cuenta los chilenos del peligro al que se exponían de haber aceptado la declaración de Chile como Estado multinacional: uno de los extremos al que conduce el pluralismo étnico.

La concreción de este extremo, y así lo advirtieron los chilenos, solo puede producir, como ha ocurrido en Ecuador, división social y privilegios, y el convencimiento, en los grupos favorecidos, de que sus intereses son los únicos que deben considerarse, hasta el punto de que tratan de imponerlos a los demás.

Donde los derechos de pertenencia étnica se imponen a los de ciudadanía, la democracia y el Estado de derecho se lesionan, se fracturan.

Caído el mito de los independientes y de las organizaciones sociales, el presidente de Chile, Gabriel Boric, se ha visto obligado a señalar que el Congreso Nacional deberá ser el protagonista de un nuevo proceso constitucional.

La caída del mito de los independientes ha puesto en evidencia otra verdad: que el extremismo es una característica de la clase media urbana semieducada, que es la que provee de independientes a la política y de militantes a las organizaciones de la sociedad civil. Es esta clase, semieducada y extremista, la que, tomándose el nombre del pueblo y de los excluidos, los ignora sistemáticamente y hace leyes y políticas para satisfacer su vanidad y sus dogmas más que para atender las necesidades reales de la población. A ellos les ha dicho “no” el pueblo chileno. ¿Aprenderán la lección nuestros “independientes” y activistas sociales?

Personas son vistas hoy tras el triunfo del rechazo en el plebiscito constitucional chileno, en la Plaza Italia en Santiago (Chile). Los portavoces de la opción del «Apruebo» reconocieron este domingo su derrota en el plebiscito obligatorio en Chile sobre el nuevo texto constitucional propuesto y se comprometieron a seguir trabajando para reformar la Constitución, ya que en su opinión la población aun quiere superar la escrita en la dictadura. EFE/ Alberto Valdés

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