Quito, Ecuador
En los papeles, la función de los servidores públicos es trabajar para el cumplimiento de objetivos institucionales dirigidos a la realización del bien común.
Quien ha trabajado en una institución pública, sin embargo, sabe que solo parcialmente los mencionados servidores cumplen con dicha función. Buena parte de su actividad está dirigida a conseguir objetivos privados, que distorsionan el quehacer institucional y separan a las instituciones de los ciudadanos a los que deben servir.
En las universidades públicas ecuatorianas, la base del problema es su ideologización. Contrariando el universalismo que debe caracterizar a las entidades de educación superior, estas universidades pueden ser calificadas, sin ningún problema, como universidades de izquierda. Y, de hecho, así suelen reivindicarse, aunque utilicen eufemismos tales como “universidad para el pueblo”.
En la izquierda actual conviven diversas tendencias ideológicas que van del marxismo a la cultura woke: donde las feministas se codean con los animalistas, los ambientalistas, los activistas LGBTI y otras flores del progresismo. Que haya, en una universidad, personas que defienden estas posturas ideológicas no es un problema. El problema está en que estas personas decidan ideológicamente sobre el quehacer académico. La creación de carreras y programas de posgrado, la normativa universitaria, así como la contratación de profesores y personal técnico y administrativo, todo esto se encuentra ideológicamente condicionado.
En la universidad pública ecuatoriana se decide ideológicamente o con el pretexto de la ideología. Y, siempre, con la mira puesta en intereses personales o de grupo. En ellas se practica la solidaridad con los fondos del Estado y no, como podría esperarse de alguien verdaderamente solidario, con el dinero de su bolsillo.
Camaradas y “compañeres” incompetentes pululan en nuestras universidades. No es extraño que profesores graduados en las universidades ecuatorianas de grado y posgrado, y pagados con los fondos de todos los ecuatorianos, escriban textos con palabras de la lengua española, pero no en español (me han disuadido con buenas razones de hacer públicos algunos ejemplos que tengo a mano), y que nadie advierta que esto es un problema.
Un profesor que infrinja las normas de la corrección política puede ser sancionado y hasta expulsado de la universidad, pero un profesor semianalfabeto, jamás. ¿Qué resultados se obtendrían si se decidiera tomar una prueba de escritura a los profesores universitarios? Con esos resultados, pienso, nos veríamos obligados a abandonar la farsa burocrática de las publicaciones indexadas y -modestos y con los pies por fin bien asentados en la tierra- estaríamos libres para mirar nuestra pobre realidad de frente.
Sé que es una utopía. Sé que ninguna autoridad toma en serio este problema, hasta ahora no lo ha hecho, y no porque desconozca lo que pasa, sino porque a las autoridades les interesa más estar de acuerdo con las modas ideológicas que promover la excelencia académica. ¿Un profesor no sabe escribir en español? No pasa nada. No importa. Con tal de que tenga el título requerido y se someta a los dictados de la ideología dominante, si se lo propone, puede llegar a ser rector de una universidad ecuatoriana.
¿En qué universidades estudió Wilman Terán, el presidente del Consejo de la Judicatura que ubica en el siglo XVIII la Segunda Guerra Mundial? La respuesta debería inquietarnos.