
Lola Márquez
Guayaquil, Ecuador
900 Park Ave, Manhattan/NY
Año 2000
De los increíbles encuentros casuales que se me han dado en los caminos de la vida, este con el maestro Fernando Botero fue realmente sorprendente. Porque ha sido producto de una accidentada anécdota. Han pasado más de 20 años de aquello, y el viernes que supe de su fallecimiento, el recuerdo de esos fugaces momentos me volvió como auténtico flashback, por lo que ahora me animo a contarlo.
Nos dirigíamos con mi amigo Marco al museo Guggenheim, cuando al pasar por el edificio de Park Avenue que en la zona de ingreso tiene una escultura de un gato negro gordito, mi amigo me comentó que era de Botero y que él vivía allí arriba cuando llegaba a Nueva York (una de las varias residencias que el artista posee en distintos países).
Me propuso tomarme una foto con el gato, lo cual me agradó, pero en ese momento no me pareció buena idea porque lloviznaba: le dije como en la canción, otra vez será. Pero él insistió, porque dijo que generalmente uno no vuelve a los mismos sitios cuando está de turista -mi amigo sí vive allá- y yo calculé que, apurando, estaríamos de vuelta en el auto en unos poquitos minutos, así que me bajé solo con la cámara, tratando de protegerla de la garúa acentuada que se cernía esa tarde en la nublada metrópoli.
Marco hizo lo mismo, se bajó de prisa sin nada en la mano, con la sola idea de tomarme la foto y que regresáramos enseguida. Pero, ¡oh! no contábamos con la autonomía del auto alquilado, y este de inmediato activó el seguro de las puertas, dejándonos totalmente descolocados, con las llaves y nuestras cosas adentro; más aún con la presencia inmediata del guardia del edificio, quien se acercó a apurarnos para que nos moviésemos, porque dijo era zona prohibida para parqueo.
Le explicamos lo que acababa de ocurrirnos y le sugirió a mi amigo que fuera rápidamente hasta el bloque siguiente, a buscar a una especie de cerrajero, antes de que llegara la grúa y se llevara el auto y nos impusieran una fuerte multa.
Menudo lío en que estábamos metidos. Me quedé sola en la contemplación del gato, y aproveché para preguntarle al guardia -un señor latino- si Botero estaba ese día en su departamento. Me contó que sí, que había ido por pocos días porque la televisión francesa le estaba haciendo un documental. Le pregunté si era muy complicado acceder a él, ya que yo como periodista estaba muy interesada en intentarlo, a lo que me respondió que tenía que pasar por una asistente que le coordinaba todo, y que ese contacto él no me lo podía dar, porque le estaba completamente vedado entregar ese tipo de información.
Mientras conversábamos, yo tenía la mirada puesta en la entrada del edificio, cuando de pronto veo a un tipo, todo vestido de azul, desplegando un paraguas marfil, antes de disponerse a salir. Para mí fue como ver un cuadro, lo tengo así fijado en mi mente, a Botero parado con su paraguas listo para caminar en sentido contrario al mío. Lo reconocí enseguida, por lo que le pregunté al guardia si en efecto, era él. Con disimulo, el señor me miró y me guiñó el ojo.
Yo me ubicaba a varios metros de distancia, y el afamado pintor ya me estaba dando la espalda, cuando corrí tras él, llamándolo (primero: Fernandoooo, qué vergüenza me dio después semejante confianza, espontaneidad pura) por lo que él al escuchar su nombre, se volteó, seguramente pensaba que era alguien conocido, pero al llegar le dije: Maestro, mucho gusto, vengo de Ecuador, me gustaría hablar un ratito con usted, a lo que me contestó que no era posible, porque estaba dirigiéndose a una reunión donde ya lo esperaban.
Le dije que comprendía y que le agradecería mucho que por lo menos nos tomáramos la foto con su gato, por el que habíamos tenido el percance aquel, que rápidamente se lo conté. Me dijo que eso aquí sí era un problema -el parqueo prohibido, como diciendo en nuestros países no pasa nada, pero acá es un tremendo lío- y accedió de inmediato a acercarse al gato, que no estaba en su camino en ese momento, para que el guardia pudiera hacernos esta foto que les presento. Le agradecí mucho su gesto amable, y acto seguido retomó su senda, despidiéndose cordialmente.

Sé que esta anécdota no sería creíble sin la foto, y creo que nunca la he mostrado. Alguna vez se la comenté a la historiadora de arte Inés Flores, quien a su vez la contó en un curso de arte latinoamericano que ella impartía en Quito, y al referirse a Botero insertó la historia con su natural gracia, porque después una amiga alemana que asistía a ese curso, me refirió que conocía este dato.
Cuando Marco regresó, no podía creer que se perdió de la foto con Botero, lo cual a mí me dio pena porque él fue el verdadero suscitador del encuentro casual, mas se alegró de que yo lo hubiese logrado (Le dije lo de siempre: nadie sabe para quién trabaja). Ya con el auto normalizado, camino al Guggenheim conversamos lo extraña que puede ser la vida, que en un mismo momento te da una dificultad y te regala un instante inolvidable. Como este, only in New York. O en cualquier otra parte del mundo.
Como complemento a la evocación del recuerdo de Botero, vale mencionar que un par de años antes de ese encuentro en Nueva York, entrevisté en Quito a su coterráneo, el periodista y escritor Plinio Apuleyo Mendoza (famoso por ser muy cercano amigo del Premio Nobel Gabriel García Márquez, cuyas conversaciones están recogidas en el libro “El olor de la guayaba”), quien es autor además de “La llama y el hielo” (Planeta, 1984). En este libro, que recoge sus recuerdos de algunos célebres amigos –claro, allí también consta Gabo- hay un capítulo dedicado a Fernando Botero, con quien Plinio se relacionó durante la residencia de ambos en París, cuando ambos tenían alrededor de cuarenta años de edad y sus vocaciones y prestigios profesionales empezaban a cuajar.
En este extenso capítulo (titulado “El fauno y el otro”, comprendiéndose por el fauno a Botero), Apuleyo Mendoza cuenta que él y el artista antioqueño siempre coincidían en los gustos por las mismas féminas, y que el pintor siempre le llevaba las de ganar, porque era un tipo apuesto y de modales galantes –contrario a Plinio, que se auto reconoce sin atractivos físicos- y que entonces ya empezaba a hacer fortuna con su arte. Además de poseer un taller en el barrio bohemio de Montparnasse, frecuentaba costosos restaurantes de lujo, era muy difícil competir con él. Aún así, compartieron algunas conquistas sin mayor importancia, hasta que coincidieron en una mujer que a Plinio le interesaba seriamente. Entonces libraron una discreta batalla por ese amor, cuyo final el escritor lo deja ambiguamente abierto.
En medio de esta lucha por la misma mujer, Apuleyo pinta un retrato narrativo –más bien, una caricatura amenamente despiadada- de Botero como un tipo previsible en las estrategias del romance, un encantador que aprovecha todos sus recursos de poder artístico y económico para seducir y encamar a toda mujer guapa que se cruza en los frecuentes cocteles a los que asisten el periodista y el pintor-escultor, asiduos de la bohemia parisina de hace casi medio siglo.
Aunque Mendoza al final, pálidamente, incluye unas defensas del escultor que algunas amistades comunes hacen de él, las que alegan que no es justo el tratamiento superfluo que hace del artista; el autor cuenta que la amistad se enfrió, que el afamado artista se distanció de él, y que lo que fue una amistad de gratas reuniones en cafeterías, restaurantes o el elegante departamento de Botero, se transformó en fríos saludos de lejos, cuando coincidían en las invitaciones a los cocteles del medio.
Y lo lamenta. Tanto, que al preguntarle por ese capítulo, Plinio Apuleyo me reconoce que se arrepiente de haberlo escrito, o por lo menos, de haberlo publicado. “Es del único que me arrepiento”, admite, y le creo porque en sus gestos y su tono se evidenciaba que así fue. Sonó a “qué pena con usted”, como dicen los colombianos, por querer decir qué vergüenza.
Ahora pienso que si yo hubiese tenido unos pocos minutos más de conversación con Fernando Botero, me hubiera atrevido a mencionarle ese libro, ese capítulo, y tan solo con verle la cara que ponía ante tan ingrata referencia, me daba por satisfecha de tener también su reacción. Lástima que no se dio; sin embargo, Plinio Apuleyo Mendoza aún vive, tiene los mismos 91 años que acaba de llevarse su célebre ex amigo; quizás todavía puede darnos el alcance y el cierre final de esta historia entre el fauno y el otro, o sea él, que aún cuenta con el privilegio de tomar la palabra. Eso sí, Botero ya es un notable de la historia del arte contemporáneo del siglo XX.