
Esteban Ponce Tarré
Quito, Ecuador
La conexión entre el terrorismo y los medios de comunicación es un fenómeno ampliamente reconocido. Un ejemplo palpable de esta interrelación se remonta a 1972 cuando la cobertura mediática de los atentados en las Olimpiadas en Múnich catapultó estos eventos a la notoriedad mundial. La película «Múnich», de Spielberg (2005), intensificó la comprensión de la violencia perpetrada por los terroristas y sus repercusiones.
A pesar de que Ecuador ha sido históricamente considerado un bastión de paz dentro de este complejo escenario, en los últimos años ha experimentado una transformación inesperada que se ha visto reflejada en los medios de comunicación.
En los primeros años del siglo XXI, el terrorismo tejió un prólogo para el relato global de la violencia. Los medios, cómplices necesarios, se nutrieron de estos eventos para construir noticias transmitidas a audiencias internacionales. Al espectáculo siniestro de los países del llamado Primer Mundo, con atentados a edificios en Oklahoma y Nueva York, explosiones en los trenes de cercanías de Madrid, ataques en el teatro Bataclan de Paris y una ola de terror yihadista desplegada en el resto de países europeos, ulteriormente se sumó un nuevo episodio en Ecuador, donde la población sufre las secuelas del terrorismo impulsado por el narcotráfico.
El país latinoamericano, aparentemente una “isla de paz”, se encontró con esta realidad perversa casi dos décadas después de los ataques en la Gran Manzana. El 28 de enero de 2018 el presidente Lenin Moreno declaró una explosión en la población de San Lorenzo como “el primer acto terrorista en Ecuador”.
Desde esta fecha, esta nación se vio envuelta en una ola de muertes y atentados narcoterroristas, liderando titulares internacionales y aumentando los índices de violencia en ese país. En 2023, según la Policía Nacional, se registraron 8.009 homicidios, la cifra más alta de asesinatos en la historia.
Los actos delictivos y el narcotráfico han creado una red de imágenes que ejercen una potestad visual, apelando a instintos irracionales y generando un clima de temor. Los terroristas, conscientes de este poder, han perfeccionado tácticas que ahora son efectivas incluso en Ecuador. Esta hegemonía iconográfica del terror, con sus simbolismos arraigados en las guerras urbanas, ha encontrado resonancia en el ámbito artístico.
En América Latina no solo existe toda una subcultura vinculada de manera intrínseca al narcotráfico, sino que también se ha establecido una identificación con temas de películas contemporáneas como Un año, una noche (Lacuesta, 2022), Rebel (El Arbi, Fallah, 2023) y Todos los nombres de Dios (Calparsoro, 2023) que abordan la problemática del terrorismo a nivel global.
El director español Iñaki Lacuesta se centra en la perspectiva de las víctimas, mientras que los realizadores El Arbi y Fallah reflexionan sobre las causas que pueden llevar a alguien a unirse a estas prácticas.
Por último, la propuesta de Calparsoro utiliza un atentado terrorista como punto de partida para crear un thriller de acción. Esta convergencia entre el arte y la realidad resalta cómo la cuestión terrorista no solo está presente en las calles, sino también en las pantallas, permitiendo que el público reflexione sobre las raíces y consecuencias de este fenómeno de una manera más profunda.
Ecuador, en un principio distante de estas tramas del séptimo arte, ahora se encuentra inmerso en la representación global mediática de estos actos criminales, revelando una interconexión profunda entre violencia, periodismo y cine. Esta transformación del país no solo destaca la importancia de los medios como espejos de la sociedad, sino también revela una perturbadora alteración de la identidad ecuatoriana.
La nación enfrenta un desafío existencial, donde la narrativa de paz se ve reemplazada por el oscuro espectáculo del narcoterrorismo, alterando la percepción interna y externa de los ecuatorianos.