Nueva York, Estados Unidos
En mil novecientos ochenta y cuatro, treinta años antes de morir de veras en el dos mil catorce (pues casi una década atrás, pasado el primer quinquenio de este siglo, había comenzado ya la auténtica extinción de su memoria), Gabriel García Márquez, en El Amor en los Tiempos del Cólera, prefigura la esencia de su más reciente historia, sugerida en el arbitrario título de esta columna. Florentino Ariza, el amante anciano más persistente de la literatura latinoamericana piensa, en alusión a su septuagenaria enamorada Fermina Daza:
“Nada le habría sorprendido, porque él sabía que las
mujeres son iguales a los hombres en sus aventuras
secretas: las mismas estratagemas, las mismas
inspiraciones súbitas, las mismas traiciones sin
remordimientos.”
Después de la publicación de Memorias de mis Putas Tristes, en el dos mil cuatro, y que a todas luces habría de ser la obra de ficción final y controversial del gran autor colombiano, sus hijos, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, junto con su editor y amigo, Cristóbal Pera, reaniman a un muerto, y publican el 6 de marzo reciente, cumpleaños del gran autor colombiano, esta novela corta, cuento largo, o “novelina”, según el revelador neologismo del novelista Raúl Vallejo, obra más congruente, por lo menos al inicio, con la memoria literaria que muchos tenemos de aquel.
La publicación de obras póstumas desautorizadas, sin las cuales la civilización mundial no fuera la misma, son supernumerarias. Virgilio, en la víspera de su muerte, el año diecinueve antes de la era cristiana, ordeno que La Eneida fuese destruida por mal acabada. Le debemos a su mecenas y amigo, el emperador Augusto, la desobediencia que permitió que llegase a nuestros días. Franz Kafka hizo igual terminal pedido a Max Brod, su colega, amigo e insubordinado albacea literario. Lo mismo sucedió con Proust, para quien En Busca del Tiempo Perdido era una pérdida de tiempo; y Hemingway, con su póstumo pero aprobado Paris Era Una Fiesta, memorable semblanza de la Ciudad Luz en los años veinte del pasado siglo, y de la “Generación Perdida”, ha modulado nuestra percepción de la ciudad y de sus habitantes de entonces, reiterando, además, el renovado y lacónico estilo literario que debutó en la segunda década del pasado siglo.
El otro día, le juraba a un amigo que yo había leído un cuento corto con el mismo título estival y de igual autor en el semanario New Yorker en diciembre de mil novecientos noventa y nueve, y que me había impresionado. En marzo del mismo año, cuenta Pera en su Nota del editor, García Márquez lo había leído en Madrid en la Casa de Las Américas, y El País lo publicaba tres días después. Ahora sabemos que lo publicado por el semanario fue el primer capítulo (con posteriores correcciones) del En Agosto Nos Vemos actual.
Comparando la versión castellana con la inglesa, vemos que, o el autor o el editor han modificado varios detalles, y hasta párrafos enteros, aunque Pera asegura que se ha limitado a reensamblar varias versiones. Siendo así, es prudente asumir que nuestro autor, por lo menos con la obliteración de párrafos, ejercía su feliz obsesión con la eufonía literaria y, quien sabe si pensando en Flaubert, con el “mot juste” –la búsqueda y cruento encuentro, por las batallas mentales que se libran, al final rodeados de los despojos en un campo repleto de vocablos malheridos y muertos, con la palabra precisa.
Así, en el escrito del noventa y nueve, traducido al inglés y titulado con exactitud Encuentro en Agosto por su gran traductora, fallecida el año pasado, Edith Grossman, la protagonista tiene cincuenta y dos años de edad, su madre ha muerto hace veintinueve, cumple veintitrés de casada, mientras que su primer amigo íntimo, en el buen capítulo de apertura, tiene ya “el bigote de mosquetero” que recién aparece capítulos después en el Agosto actual, y cuya presencia dificulta que ella lo reconozca en un restaurant citadino mientras almuerza, casualmente, con amigas, pues lo recuerda lampiño.
El manuscrito recién publicado en marzo, en cambio, dibuja a una protagonista de cuarenta y seis, huérfana por ocho años y casada por veinte. Y el “D’Artagnan” hirsuto recién se deja ver en la página ciento ocho de las ciento veintidós del libro. Pero ya en ambos se aprecia el llano y a la vez suntuoso manejo del idioma nuestro, pero garciamarquiano (solo los genios son capaces de lograr que un oxímoron tenga sentido).
Don Gabriel, tal vez en su lucha por encontrarse a sí mismo en la página, mas ya con ceguera mental intermitente debido a la insidiosa demencia que se iniciaba, intentó múltiples borradores para darle una continuidad y cierre a la altura de su original talento. Sabemos, por su propia boca, que decidió la destrucción de los manuscritos pues no le sonaban a obra acabada, a la altura de las de Gabriel García Márquez. Sus hijos “traicionaron” al escritor, a nombre de los lectores, y la publicaron. No estoy seguro de pertenecer, con este trabajo, a ese multitudinario y entusiasta grupo de adeptos. Que juzgue cada uno, libres y autónomos.
Ana María Bach, una atractiva mujer casada de más de cuarenta, viaja en transbordador en su peregrinaje anual a visitar la tumba de su madre, que descansa en una isla cerca de lo que pareciese Cartagena de Indias, en el Caribe colombiano. García Márquez arranca describiéndola con detalle y con primor. Eso lo hace cualquier buen escritor. Mas lo que sigue, ya tiene la marca registrada del Nobelista:
“El chofer la recibió con un saludo de amigo y la llevó
dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas
de bahareque, techos de palma amarga y calles de
arena ardiente frente a un mar en llamas. Tuvo que
hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos
y los niños desnudos que lo burlaban con pases de
torero.”
Además de admirar la concatenación verbal ficcional y fluida (que la deseamos interminable), y la adjetivación tan idiosincrática como lúcida, García Márquez nos hace un guiño y nos urge, prudente, a ir en busca de la definición de “bahareque”, a diferencia (o al igual) que Nabokov, quien hace lo propio, pero en el párrafo final de Lolita, y describe al pederasta protagónico pensando, no solo en su sensual nínfula de catorce años, sino además en “uros y ángeles”.
Sucede que, en cada agosto, luego de cumplir con las anuales exequias maternas, Ana María, antes de retornar a la felicidad de su matrimonio, en el primer transbordador de la mañana siguiente, tiene una noche para cumplir con un segundo cometido: el disfrutar de una aventura amorosa con un desconocido. Lo consigue en el primer capítulo. El segundo pondera las consecuencias morales de lo ocurrido al inicio. Pero un importante problema se evidencia en el tercero. Ana María Bach vuelve a la isla maternal el siguiente agosto y sufre otra aventura con final infeliz, que es casi una copia, hechas las sumas y las restas, del narrado al inicio y con la peor consecuencia literaria posible: la inverosimilitud en su conclusión. Si los problemas cognitivos del gran García Márquez tienen un acta fundacional, pues está en alguna línea del tercer o cuarto capítulos. Este último concluye nada menos que con el más trillado cliché:
“Que carajo –dijo–. Todos los hombres son iguales…”
Pero en otros tiempos, las mujeres de Gabo tenían un tipo diferente de elocuencia:
“Se le metía debajo, y se apoderaba de todo él
para toda ella, encerrada dentro de sí misma,
tanteando con los ojos cerrados en su absoluta
oscuridad interior, avanzando por aquí,
retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible,
intentando una vía más intensa…preguntándose
y contestándose a si misma… dónde estaba ese
algo en las tinieblas que solo ella conocía y ansiaba
solo para ella hasta que sucumbía sin esperar
a nadie…”
Tal vez por el modesto desarrollo de la interioridad y profundidad de la protagonista, García Márquez lo suplanta haciéndola lectora, durante sendos viajes y aventuras amorosas, de cuatro libros (sin contar con la Antología de la Literatura Fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, que, no de viaje sino en su casa, jamás termina): Drácula, El Dia de los Trífidos, El Ministerio del Miedo, y el Diario del año de la Peste. Lo que nos indica que Ana María tiene un tropismo literario por autores británicos mientras viaja, o que hay alguna correlación transparente, como el caso clave de Drácula; brumosa, como en la obra de Defoe (¿sus amores extracurriculares consumen su alma, como la peste bubónica el cuerpo?); u oscura e incógnita, en Trífidos y Miedo –a menos que asumamos que Ana María esta cegada por sus ansias pasionales, como literalmente ciegos están los personajes de aquella novela; o simplemente comparte el nombre -Ana- con una coprotagonista de la obra de Graham Greene.
Escrita en su mayoría en el siglo veintiuno, y se presume que el tiempo de la novela es contemporáneo, llama la atención que una madre como Ana María (quien sabe si ofuscada por las consecuencias psíquicas de sus idas y venidas en agosto) increpa a su hija adolescente –que ingresa con absoluto libre albedrío, mucho después de entrada la trama, a un convento de clausura de las Carmelitas Descalzas— y le grita “!Puta!”, por usar un moderno método anticonceptivo, que la joven jamás oculta, mientras que la madre no ha superado la amable incomodidad de los condones.
García Márquez, a medida que desarrolla la obra, demuestra los primeros altibajos mentales, es decir, creativos, que luego darían por terminada su carrera literaria, y él lo sabe, o lo intuye, y le dice a su familia íntima que “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”. Sabemos que nuestro autor se deshizo de documentos personales o literarios debido a dos motivos: por privacidad, comprándole sus cartas de cortejo, con sus respuestas de amor, a su esposa Mercedes; o por cuidar de la “carpintería secreta” de su oficio, como sucedió con los borradores de Cien Años de Soledad.
Así que, además de la imposibilidad de controlar su ámbito público, a vista de todos, y que, en todo caso, no deseaba oscurecer, García Márquez evidencia en la práctica aquella frase suya sobre las tres vidas de una persona: la pública, la privada y la secreta. Demuestra su afinidad acentuada por mantener en sigilo perpetuo esta última, destruyendo la evidencia literaria de su deteriorada memoria, “mi materia prima y mi herramienta”, sin la que “no hay nada”, y lo dice en familia a sus hijos; y manteniendo para sí y la memoria de su esposa, su vida privada, poniendo al fuego aquellas cartas de juventud y noviazgo.
Tal vez el más elegante y sugestivo argumento a favor de la publicación y calidad de Agosto, aparece -justicia poética- en El Espectador, el diario de Bogotá que en 1947 publico el primer cuento de García Márquez, “La Tercera Resignación”. En Elogio de lo Inconcluso y Fragmentario, el columnista e intelectual William Ospina alega que, en estos tiempos postmodernos es absurdo pensar que una obra debe estar acabada, que quien es aquel que decide sobre su inconclusión, y que, más aún, la belleza de una obra artística con aires de asignatura pendiente se magnifica. “El arte moderno ha adoptado lo inconcluso -aunque sea solamente por su amor al dinamismo, y rechazo a lo sobreacabado y predecible”.
Es el tiempo, añade, el que ubica al trabajo en el sitial que le corresponde. Propone ejemplos literarios (Virgilio, Kafka, Proust); musicales (Beethoven); y de la escultura clásica y nos pregunta si alguien se atreviera a añadirle brazos a la Venus de Milo, o cabeza a la Victoria Alada de Samotracia a fin de “completarlas”. Afirma que hay arte en los fragmentos, y menciona como coidearios a Paul Valery (las ruinas fragmentarias de los templos greco-romanos son belleza); y al paladín de la precisión breve e irreductible, Borges. “Creo que con cincuenta años hubiera sido suficiente”, el gran argentino universal se refirió a Cien Años de Soledad, al ser consultado sobre el Nobel a García Márquez. También dijo que era un gran escritor. ¿Quién lo duda? Pero ¿Y En Agosto Nos Vemos, en esta época “que da la bienvenida a lo incompleto y fragmentario”?
No. Merece la bienvenida, qué más da, y el inevitable elogio supremo: su lectura. Pero no el maleficio de la nostalgia, que, con impulsivo placer, todo lo distorsiona; no un lapso del razonamiento, que desplaza al buen sentido y lo reemplaza con buenos sentimientos; y no la bonancible apreciación critica en solitario y en cotejo con el resto de la obra del genial colombiano perenne, que la desubica y desmerece.
Al igual que su última protagonista, Ana María Bach que va, entre salpicada e inconstante belleza con finales defectuosos, de amante en trágico amante, este “encuentro en agosto”, el ultimo que leeremos luego de la temporal y conveniente resurrección de un inmortal, es, más que otra cosa, un desatinado e inconsistente desencuentro. Fue escritor generoso hasta la desmesura e intento darnos todo de nuevo, pero García Márquez ya no podía darnos más.
-Marzo 30, 2024