Quito, Ecuador
El 11 de septiembre de 1973, el cielo de Santiago se tiñó de fuego mientras La Moneda, sede de la Presidencia de la República, caía bajo el bombardeo de aviones de la Fuerza Aérea chilena, liderados por el General Augusto Pinochet. El brutal ataque no sólo selló el fin del gobierno democrático de Salvador Allende, sino que marcó el inicio de una dictadura brutal que sumergió a Chile en la oscuridad de violaciones sistemáticas de derechos humanos. A 51 años de aquel golpe militar, la sombra de este pasado sigue pesando sobre la sociedad chilena y toda América Latina.
Este aniversario no es sólo una ocasión para recordar, sino una llamada urgente a todos, incluidos los ecuatorianos, para reflexionar: ¿Estamos realmente preparados para enfrentar las lecciones dolorosas del pasado y construir un futuro más justo y democrático? ¿Hasta qué punto hemos aprendido del autoritarismo? La memoria de las víctimas, los desaparecidos y los torturados sigue siendo una cicatriz profunda, que resalta la necesidad de mirar atrás para evitar repetir los errores que condujeron a la represión y al sufrimiento de miles.
Esta nota de opinión no busca santificar ni demonizar a las figuras históricas involucradas. En lugar de eso, pretende ofrecer una perspectiva que fomente la reflexión sobre los efectos de las dictaduras y los regímenes autoritarios en América Latina. Los complejos matices de estos períodos no deben ser reducidos a narrativas simplistas; es crucial entender sus contextos en profundidad.
Y es que, en los últimos 30 años, una veintena de presidentes latinoamericanos abandonaron el poder antes de completar sus mandatos; algunos, al finalizar sus períodos, eligieron huir del país para evadir la justicia. En Ecuador, por ejemplo, algunos escaparon en helicópteros o avionetas, mientras que otros se exiliaron en áticos y mansiones en el extranjero. Este panorama plantea una interrogante esencial: ¿cuántos de estos líderes podrían haber dicho, como Salvador Allende en su último discurso: “¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo…”?
Lo expuesto resalta la fragilidad de la democracia en nuestra región y la importancia de los líderes que, incluso en circunstancias adversas, permanecen firmes en sus principios. Tanto en Ecuador como en el resto de América Latina, el golpe en Chile ofrece lecciones valiosas. Las cicatrices dejadas por dictaduras y regímenes autoritarios siguen presentes, y la lucha por la justicia, la memoria histórica y los derechos humanos continúa siendo apremiante, especialmente en contextos donde el discurso sobre estos derechos ha sido debilitado por politiqueros y tinterillos que no comprenden su verdadera esencia, necesidad y urgencia.
Este aniversario ofrece una valiosa oportunidad para revisar la historia y fomentar un diálogo que convierta la memoria de las atrocidades del pasado en la base de una sociedad más inclusiva y reconciliada. Así como en Chile, los países latinoamericanos deben enfrentar sus propios pasados dolorosos, resistir la tentación de justificar regímenes autoritarios y trabajar por la construcción de democracias más sólidas. Siguiendo ejemplos como el de Alemania, que ha enfrentado su historia a través de una cultura de memoria y reflexión intergeneracional, la región puede aprender a abordar su pasado con mayor profundidad y efectividad.
En este contexto, es crucial reconocer que los ataques a la democracia pueden surgir desde cualquier espectro político, como lo demuestran los regímenes autoritarios en América Latina. Desde la izquierda y la derecha, el poder ha sido ejercido de manera despótica, socavando las estructuras democráticas y violando derechos fundamentales.
Esto se evidencia al comparar la dictadura de Pinochet en Chile con el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela. Aunque sus orígenes y contextos presentan diferencias notables, ambos líderes utilizaron la fuerza para silenciar la disidencia y consolidar su permanencia en el poder, compartiendo prácticas como la represión de la oposición y la concentración del poder. Pinochet consolidó su autoridad a través de una junta militar tras el golpe de Estado, desmantelando las estructuras democráticas, mientras que Maduro ha erosionado las instituciones democráticas de Venezuela mediante elecciones ampliamente denunciadas como fraudulentas.
Los legados de ambos líderes divergen en su salida del poder: Pinochet dejó la presidencia en 1990 tras un plebiscito que permitió una transición democrática, mientras que Maduro sigue aferrado al poder en medio de una profunda crisis humanitaria y aislamiento internacional.
Pinochet instauró una represión brutal que incluyó asesinatos, detenciones arbitrarias, desapariciones y torturas, mientras que Maduro enfrenta acusaciones similares, además de represión de protestas, y es señalado por el éxodo de casi 8 millones de venezolanos, que incluye el exilio del opositor Edmundo González Urrutia en España. Aunque los juicios contra Pinochet por delitos de lesa humanidad simbolizan la lucha por justicia para las víctimas de su dictadura, su arresto en 1998 en Londres y su inmunidad impidieron una sentencia definitiva, dejando un legado de justicia incompleta.
En contraste, Maduro está siendo investigado por la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad, como torturas y asesinatos. Mientras Maduro sigue en el poder en medio de una crisis humanitaria y creciente aislamiento internacional, esta situación subraya la continua tensión entre la justicia internacional y la permanencia de regímenes autoritarios.
Este aniversario no sólo sirve como un lúgubre recordatorio del pasado, sino también como un llamado a la acción; revela que la defensa de los derechos humanos y la preservación de democracias robustas deben ser principios inquebrantables, especialmente cuando el espectro del autoritarismo sigue acechando. Es esencial extraer lecciones de nuestras dolorosas experiencias históricas para evitar repetir errores, reforzar nuestras instituciones y enfrentar una región marcada por la desigualdad y el sufrimiento.
Como advirtió Allende, “Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza.” La lección es cruda: debemos defender la democracia y los derechos con determinación férrea, para asegurar un futuro que enfrente y desafíe las sombras que aún nos persiguen: “La historia es nuestra y la hacen los pueblos.”