Cuando la estupidez decide pensar

Hernán Pérez Losse

Guayaquil, Ecuador

Dos asuntos que están recibiendo atención pública –las bases militares extranjeras y la crisis eléctrica– tienen como denominador común la estupidez de haber plasmado en la Constitución el ideario de un movimiento político. Hoy sufrimos las consecuencias de semejante desvarío. El papel de las constituciones no es el de imponer camisas de fuerza, sino ser un instrumento de gobierno así como un baluarte de nuestras libertades y derechos.

El que una constitución le prohíba al Estado adoptar decisiones internacionales como es la de suscribir o no convenios para permitir bases militares extranjeras es un desacierto. Esa decisión incumbe únicamente al Ejecutivo como responsable de la política internacional. Pero haberle dado un rango constitucional a una de las posturas –la de negar esa posibilidad– es un desacierto. Como aquel de prohibirle al Estado suscribir ciertos tratados de inversión.

Que a un Estado su propia constitución le prohíba adoptar decisiones internacionales, más aún en un escenario mundial de acelerados cambios, es absurdo. Lo que se instaló en Manta no fue una base militar –vale recordarlo–, sino un simple puesto de apoyo logístico para combatir el narcotráfico. Se ha iniciado ahora un procedimiento de reforma constitucional para liberar al Estado de semejante camisa de fuerza. De ser aprobado, luego verá el presidente si conviene o no instalar nuevamente un puesto de avanzada como el que hubo en Manta para combatir al narcotráfico y se abrirá probablemente un debate público.

La otra estupidez constitucional fue haber restringido al máximo –en realidad haber casi proscrito– la inversión privada en ciertos sectores de la economía, a los que pomposamente se los ha llamado “estratégicos”. Se llaman así porque supuestamente dichos sectores son de enorme importancia económica; entre los que se incluye al sector eléctrico. Para ciertas visiones ideológicas, en estos sectores el Estado debe ser el máximo protagonista y único operador; la empresa privada o no debe entrar en ellos o, si lo hace, es de forma excepcional y limitada, casi bajo sospecha.

Pero esa no es la única visión de cómo organizar la economía. Otra sostiene que precisamente por ser sectores por gran importancia para el desarrollo de un país, y porque demandan abundante capital y alta tecnología, en ellos debería ser la iniciativa privada, especialmente extranjera, el principal protagonista, y el Estado debería enfocarse más bien en ser un regulador.

Y existen otras posturas aparte de las mencionadas. La pregunta es entonces: ¿por qué se plasmó en la Constitución una de estas visiones económicas en desmedro de otras que son igualmente legítimas? O mejor, ¿son los modelos económicos un asunto que debe definirse en el plano constitucional o, siendo el nuestro un sistema democrático, ellos pertenecen más bien a la arena política y parlamentaria?

La crisis del sector eléctrico tiene su raíz en esta decisión de darle rango constitucional a lo que en realidad es una visión particular de la economía. Y que de paso ha fracasado. Basta ver la diferencia abismal que existe entre nuestro sector eléctrico y el de Perú. Decía Jean Cocteau: “El drama de nuestros tiempos es que la estupidez se ha puesto a pensar”. Acá fue peor: se le ocurrió redactar una constitución. 

Más relacionadas