Solo me queda la palabra

Por Joaquín Hernández Alvarado

A veces urge -no importa el oficio- hacer un balance de la vida y del tiempo que se vive. «Si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua, / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra». El franquismo y en general las dictaduras son una especie de juicio de Dios sobre los hombres porque exigen la humillación suprema: no solo hacer lo que mandan hacer sino pensar y opinar como dicen que se debe pensar y opinar. Blas de Otero fue un poeta español que sintió a la vez las angustias de la condición humana -la soledad del hombre y la lejanía de Dios en el legado poético de Hijos de la ira de Dámaso Alonso- y la amenaza contra su libertad por un régimen totalitario que se impuso de forma dictatorial en todos los órdenes, incluidos por supuesto el pensamiento y la cultura. Mencionar a Blas de Otero es advertir sobre las trampas que se conjuran para silenciar a la palabra y a la vez su exigencia de anunciarse sin cortapisas. Jordi Gracia ha analizado lo asfixiante y mediocre que fueron los años de consolidación del franquismo después de la victoria militar sobre la España republicana y los permanentes arreglos de cuentas por parte de los comisarios políticos del régimen con todos los que disentían, no solo con los intelectuales de izquierda, sino también con los de pensamiento liberal como un Ortega y Gasset.

«Si he sufrido la sed, el hambre, todo / lo que era mío y resultó ser nada, / si he segado las sombras en silencio, / me queda la palabra». La humillación del intelecto expresa de forma ejemplar el desgaste de la condición humana, su calidad de víctima expiatoria en nombre de un orden, un discurso, hasta una utopía. Es el «segar sombras en silencio» al que se refiere el poeta.

«Si abrí los labios para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra». Blas de Otero no aceptó el «exilio interior» al que contemporáneos suyos como Juan Ramón Jiménez optaron frente al muro del silencio levantado por el franquismo. Su poesía se abrió entonces a lo que él consideraba «la mayoría»: «Ando buscando un verso que supiese / parar a un hombre en medio de la calle».

Otero sin embargo siguió fiel al sentimiento trágico de sus comienzos: su formación religiosa de infancia y de juventud, la pérdida drástica del paraíso encarnado en su vida familiar, su vocación incompatible con los oficios profesionales disponibles, su admiración por la falta de sentido y su reclamo de solidaridad urgente, dibujan una unidad en su decir poético.

¿Qué significa que a los hombres solo les queda la palabra si en realidad es lo único que han tenido disponible más allá de sus poses, sus bravatas y sus arrebatos? Solo la palabra compensa el continuo desgaste de la condición humana. De lo contrario, no se entendería la comparecencia definitiva de los creyentes el día de su muerte en absoluta soledad, frente a la palabra final sobre su vida y sobre sus obras. Quizá por eso Blas de Otero en sus últimos años no tuvo miedo a la pobreza ni al aislamiento por parte del poder.

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