Don Dinero

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Hace más de un siglo la heroína y la aspirina se vendían en farmacias y convertían a una fábrica de provincia en un gigante farmacéutico, según Antonio Escohotado, quien afirma además que aun con la prohibición, el cultivo hidropónico de marihuana, descomunal en los Estados Unidos, ha sustentado una gran economía sumergida y a las compañías que venden fertilizantes e instrumental.

Desde entonces las prohibiciones se han sucedido más por razones de control político que de salud, como en 1967, cuando decenas de miles de hippies congregados en el Parque Golden Gate de San Francisco se abstraían de la Ley con su dosis de LSD. Aunque no dañaban a nadie, sencillamente ignoraban la norma y, en consecuencia, desafiaban implícitamente a quien la dictaba. ¿Para qué sirve el Estado si su primera función, la de expedir leyes y hacerlas cumplir, se hace humo con el primer porro? Quizás por ello Timothy Leary, el psicólogo responsable de aprovisionar aquella concentración, fue condenado a prisión años más tarde con un argumento que dejaba la preocupación social por la adicción en segundo plano: resultaría peligroso que en libertad continúe publicitando sus ideas…

El obstáculo legal no ha frenado la adicción; más bien, efecto común de toda prohibición, le ha añadido morbo, acicate de la adolescencia, tan ansiosa -ansia normal de la edad- de probarse, de desafiar, de transgredir. Hay además cierta hipocresía en todo este asunto, pues los adultos han convertido las drogas de prescripción en la solución de todo mal, desde la depresión, la ansiedad, la apatía sexual, la dificultad de dormir hasta el déficit de atención. La gimnasia espiritual para lograr la paz con uno mismo es tan exigente como los aeróbicos para bajar el colesterol o la disciplina para cerrar la boca -no tanto para evitar la grasa cuanto para no desprestigiar al prójimo-, de modo que todos esos pecadillos que agitan la conciencia o bajan la autoestima se tapan químicamente.

Si bien las drogas prohibidas destruyen a los adictos -¿mucho más que las otras?-, y por carambola a sus familias, dudo que el Estado deba atribuirse la tutoría de una sociedad que, tenida por incapaz, recibe órdenes de qué, cómo y cuándo consumir. La prohibición, y la consiguiente inversión en toda una maquinaria interestatal de criminalización solo ha conseguido llenar las cárceles con consumidores y «mulas», junto con algún cómplice de tercer grado en las esferas institucionales y de seguridad pública, mientras los jefes de la mafia continúan acumulando poder y fortuna; y glamour, como la «Reina del Sur» de Pérez-Reverte.

Sin prohibición las mafias no existirían, por definición. Si hemos de juzgar la lucha contra el narcotráfico por sus resultados, los grandes capos no habrían podido diseñar un esquema que les resultara más beneficioso ni con una bola de cristal. Y no me sorprendería si incluso celebran el mantenimiento de una legislación punitiva que los vuelve indispensables. E inmensamente ricos, junto a quienes les venden armas, logística, comunicaciones, lujos y la forma de perfumar y vestir a Don Dinero con la elegancia que le permita alojarse en cómodas cuentas cifradas.

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