Maratón de vida

Bernardo Tobar Carrión
Quito, Ecuador

¡Bravo!, cruzó la meta, en exactamente no se cuántos minutos, segundos y pulsaciones; muchas horas de esfuerzo y preparación; madrugones y fines de semana; meritorio sacrificio para llegar apenas dos puestos detrás del número 400. Enhorabuena, la próxima maratón ya llegará en el puesto 300, y si le sigue escamoteando momentos a la familia –pues ni el tráfico ni el trabajo se dejan exprimir más tiempo- es posible que llegue a colgar en la pared el símbolo de algún podio, una medalla, una foto o por lo menos protagonizar algún reportaje, de esos dedicados a la vida sana que aparecen en revistas inodoras –tanto por su contenido cuanto por el lugar donde se suelen hojear-.

Aunque estas líneas me ganarán el desdén de más de un fanático al ejercicio físico, debo confesar que no me impresionan ni un poquito los corredores de maratones. Hago excepción de quienes cultivaron el deporte desde siempre y de los jóvenes; pero los que se percatan al pasar los treinta o cuarenta que la quema de calorías ha sido la verdadera pasión de su vida, no me conmueven en absoluto, sobre todo si no ejercitan con la misma devoción su humanidad trascendente.

En cambio, no puedo dejar de reconocer la astucia de quienes hacen negocio del sufrimiento de masas, pues si ya es una tortura salir a la intemperie en horas de la madrugada de un bonito fin de semana a formar comparsa con miles de congéneres anónimos y trotadores, con la intención de acabar con las reservas de agua y energía corporal a fuerza de martillar el asfalto, tanto más increíble resulta que la gente pague por ello. Es que estas sesiones multitudinarias de intercambio colectivo de sudores y terapia de choque a los meniscos no son gratis: inscripciones, microchip –en estas carreras la gente no tiene un nombre, sino un número y un código binario-, camisetas para uniformar a la masa, zapatos para amortiguar el trauma, alimentos funcionales, bebidas energizantes para reponer forzadamente las sales minerales perdidas tan abruptamente, son solo algunos de los productos de una industria que gana cada vez más fieles.

Y de fieles se trata justamente esta columna. Se me dirá que hoy tenemos una sociedad más saludable gracias a la creciente afición al deporte, estimulado en alguna medida por estos eventos de gran despliegue publicitario. Cierto en parte, y nadie puede dudar del beneficio que resulta de hacerle lugar al ejercicio en las rutinas de la vida. Lo que llama la atención es que las personas destinen a fortalecer el cuerpo tantas horas a la semana robadas a la familia, a los amigos, a su propio diálogo interior. No es coincidencia que esta sociedad, tanto más sana que las de antaño en términos corporales, sea también en la que proliferan las rupturas, los matrimonios sin compromiso, los divorcios cada vez más numerosos.

El hombre contemporáneo se esfuerza por cultivar la máquina que le servirá para el tránsito fugaz por este mundo, mientras hace muy poco o nada por ejercitar lo único que se ha de llevar al más allá, donde la duración es infinita y no hay como darse el lujo de llegar espiritualmente desnutrido.

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