El penúltimo pelo

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Manuela Picq coincidió con Rafael Correa como profesora de la Universidad San Francisco de Quito, y si no lo hizo, la diferencia de tiempo que evitó que se encontraran allí fue mínima. Así,  es probable que se conozcan, e incluso que se hayan apreciado en tiempos no tan lejanos. Ella era entonces una especie de estrella del departamento de relaciones internacionales que vivía a salto de mata por diferentes ciudades del mundo. Él, nuestro referente en economía y, de largo, el mejor profesor de esa área,  poblada entonces de fundamentalistas de mercado, tecnócratas de la eficiencia y gurús financieros.

El jueves, mientras Manuela Picq recibía toletazos de la policía, Rafael Correa dejaba caer el penúltimo pelo de su frontal craneal al cantar sobre una tarima. Sin embargo, no es poco plausible especular que Correa pudo haber terminado del mismo modo que Manuela Picq: golpeada, malherida, respirando gas lacrimógeno. Durante el par de marchas en que coincidimos, Correa siempre mostró el mismo ímpetu contestatario que los grupos indígenas a los que acompañaba y a quienes Picq ahora defiende. Pero él es ahora presidente. Ella, una deportada.

Las contingencias que le llevaron al poder  al hombre de cabello escaso deben tolerar el margen del azar y también el enamoramiento de la población por quien viene a refundar el país de un manotazo, como si todo lo anterior hubiese sido una broma de mal gusto. Tal vez así pueda entenderse no tanto por qué la una terminó protestando en la calle, pero sí por qué el otro tiene la oportunidad de gastarse el tiempo como vedette televisiva que ordena dar palo.

No conozco a Picq. Sí a Correa. Y todavía me sorprende del segundo la capacidad de refundación que tuvo. Es un lugar común decir que Correa ahora persigue a aquéllos con los que marchaba, pero al mirar con detalle esa aseveración, surge una idea inesperada. No solamente los persigue: se dio el trabajo de anularlos. Exactamente del mismo modo que las oligarquías terratenientes del siglo pasado.

La Revolución Ciudadana, al imaginar tabula rasa –y con eso a admitir en sus filas a exservidores del febrescorderismo- activó la idea de que nada sensato le precedía, de que no existía una idea previa de luchas sociales ni emancipaciones. Los indígenas le fueron causa hasta que se enfrentaron a su poder. De ahí en adelante, son rezago. La clase media quiteña que lo encumbró –conmigo en la lista de votantes, ay- ya no es el legado del liberalismo iluminado; es una masa cerril y golpista de la que conviene cuidarse.  La izquierda con que compartía proyectos de recuperación ambiental y desarrollo sostenible es un legajo de ecologistas infantiles. Los profesores con quienes se solidarizaba son ahora una mafia inepta enquistada en el sector público.

Varios de los que le siguen sostienen todavía que en él y su proyecto reside el gran cambio que apuntala a una sola, soberana, América Latina, y al camino de la independencia y el desarrollo del país. ¿Qué tanto es suficiente para ellos? ¿Cuál es la gota que colma su vaso? ¿Por qué la lucha ambiental, el debate sobre la soberanía de la diversidad cultural o el modelo de uso de deuda soberana son siempre sinónimos de los intereses de una burguesía acomodada que no alcanza a comprender un auténtico cambio? ¿Quién le regaló el título de la verdadera izquierda a nuestro nuevo Nebot y a sus custodios?

El último pelo está por caerse. Y con él, todo el disfraz.

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