Perfil de Ignacio Bajter

En la esquina había un manicomio, a media cuadra una escuela para niños con retraso cognitivo y dos calles más allá una discoteca de nombre Cotopaxi, que recibía por las tardes a jubilados para que bailaran hasta las ocho o nueve de la noche. Tenía tres gatos, una biblioteca mediana pero exquisita y una amiga exacta a Cecilia Roth. Creo que era ella quien cuidaba de los animales cuando se iba de vacaciones al sur de Brasil con sus amigos.

Un día me contó que dejaba sus trabajos como investigador de la Biblioteca Nacional y redactor de la sección de cultura de la mítica publicación Brecha y se iba a vivir con una historiadora brasileña a la que había conocido en uno de sus viajes. Se asentó en Sao Leopoldo, una ciudad mediana del conurbano de Portoalegre, fea y aburrida, y desde allá continuó trabajando sobre la obra de Felisberto Hernández, ese escritor y pianista uruguayo finalmente indescifrable y valiosísimo. Uno de los días de mi estancia en su casa, hace ya más de dos años, me llevó al archivo que había dejado Hernández en la Biblioteca y me mostró lo que el genio leía: novelitas baratas en inglés y español con tramas de asesinatos y detectives. Baratería de quiosco sentimental o extraños tratados de divulgación. Lo más raro es que Felisberto leía con atención y detenimiento: subrayaba con lápices de colores las partes que le interesaban. Luego dejaba el  libro en la página treinta o cuarenta y seguía con otro.

Fue por Ignacio Bajter que supe quién era el escritor chileno Juan Emar, la uruguaya Ida Vitale, su coterráneo José Pedro Díaz y el legado que había dejado Ángel Rama, el crítico latinoamericano más interesante de los últimos cuarenta años. Todo esto lo supe casi sin querer, recogiendo lo que Ignacio me contaba después de días de masticar una idea. Ponderaba en silencio una afirmación y me preguntaba qué me parecía, como si yo fuera capaz de responderle.

Es probable que Ignacio no se haya dado cuenta que el mejor legado que dejó Ángel Rama es la tradición en la que mi amigo se crió y cuyos libros y discusiones fue absorbiendo en medio de una infancia pobre que no le gusta recordar. Es decir, lo mejor que Ángel Rama dejó fue a Ignacio Bajter como continuador de las infinitas redes de pensamiento de la cuenca del Río de la Plata: hilos e hilos que van y vienen y se refieren y resaltan unos a otros hasta volverse un laberinto denso y repleto de referencias. No se me ocurre otra idea que no sea ésa del paraíso.

Ignacio Bajter nació meses antes que yo en la horrible ciudad de Punta del Este, un enclave de la Florida en medio de las playas uruguayas, usualmente replegadas al silencio y la contemplación. Sus padres habían ido a trabajar como mano de obra barata con el boom económico que allí se generó por las facilidades que daban las políticas económicas de los últimos años de dictadura en Uruguay. Luego pasó por algunos poblados y ciudades medianas hasta que se asentó en Montevideo.  No me voy a olvidar de la biblioteca de Ignacio, ni de su estufa. Cada libro que no merecía estar en los estantes de su corta pared iba a parar al reverso del calentador, donde había ya una torre con textos que a él le parecían insignificantes. Impresentables, para usar la palabra justa.

Con Ignacio hay una historia triste que se parece a la historia del jaguar o la pantera o de esos tigres blancos y casi invisibles que viven en Bután: cada vez hay menos. Se especula sobre ellos pero es bien improbable verles. Allí mismo, en el ensanche del agua, entre Montevideo y Buenos Aires, parece que el trabajo silencioso, archivístico y ponderado del crítico literario y cultural es moneda en desuso. Al silencio le llenaron de ruido y neón, como esa playa donde dicen que tiene una casa Shakira.

Hace unos días volví a ver a Ignacio, conocí a Fernanda, su pareja, y caminamos larguísimos trechos. La feliz historia no es que Ignacio esté bien y ahora vaya a parar a una excelente universidad gringa donde le becarán para que coteje en silencio las probabilidades de uso de sus frases redondas, perfectas, que aparecen en Letras Libres y salían en Brecha y otros medios. La feliz historia es que yo he vuelto a  ver a mi amigo, un dichoso leopardo de las nieves o tigre de los Himalayas que seguirá llenando de páginas sus mañanas en Sao Leopoldo  hasta que le toque ladearse en la Costa Este con Fernanda y los gatos. Lo hará en silencio, como casi todo lo que ha hecho, sabiamente y renovando, como si nada, la tradición de escritores de esos libros que vamos a leer y en que nos vamos a mirar y a reconocer.

 

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