Regreso a lo Desconocido

Carlos Emilio Larreátegui
Quito, Ecuador

Cuando compartí con mi familia y amigos el arriesgadísimo pedido que me hiciera el director de este respetable medio para escribir aquí, todos me sugirieron no escribir de política: que ese espacio ya está copado; que no cambiaría de opinión a nadie; que la política es un espacio podrido.

Discrepo.

Soy un ciudadano ecuatoriano de 24 años que regresa a su país después de ocho años en el exterior y me asusta el entorno con el que me encuentro; en mis coetáneos no existe interés por la realidad nacional ni por forjar activamente el futuro de nuestro país. El Ecuador y su futuro nos pertenecen tanto o más que a nuestros mayores. Pues el ilustre José Ortega y Gasset ya nos habría advertido a los jóvenes que deberemos siempre hacer política, pues si no la hacemos, alguien más la hará por nosotros y seguramente contra nosotros.

En este nuevo presente tan distinto y al mismo tiempo tan parecido al de los últimos diez años, muchos ecuatorianos todavía recordamos con angustia y miedo aquellos sábados, 523 para ser preciso, donde el Caudillo amedrentaba desde ese escenario móvil armado para enaltecer la “majestad del presidente.” 523 sábados de los cuales 262 se usaron para injuriar a mujeres, 9 para romper periódicos, 136 para descalificar a opositores; se propinaron 569 insultos y, todos los 523, para gastar $6,7 millones de dólares de lo contribuido por los ecuatorianos incluido lo tributado por aquellos que fueron vejados.

Y así, de manera sostenida y venenosa, el Caudillo habría hurgado en antiguas heridas de los ecuatorianos; polarizándolos en grupos que sentían que nada compartían entre sí y que la supervivencia y el éxito de uno significaría, casi con la misma lógica de una regla newtoniana, la opresión y la debacle de otro. Más grave aún, cada sábado el Caudillo nos contagiaba, cual peste bubónica, con ese estilo tan suyo, tan popular, y al mismo tiempo tan tóxico que tenía para descalificar y humillar a sus oponentes.

Hoy, anestesiados por el estilo nuevo de los mismos de antes, sentimos que estamos ya en otro Ecuador, que aquella pesadilla de poco más de año atrás fue simplemente el usual capítulo oscuro antes del desenlace epopéyico en esta novela latinoamericana llamada Ecuador. Y sin embargo, todo sigue igual o incluso, peor.

Entre compatriotas todavía nos detestamos y muchos de los que sufrieron de la verborrea sabatina durante la década pasada hoy reaccionan con el mismo odio. El estilo del Caudillo está más vivo que nunca. Unos reprueban y destruyen todo aquello asociado a la década pasada. Otros ofrecen hasta la vida misma para defender a los cabecillas de su bando. Unos viajan a Bélgica, todo pagado vía crowdfunding, para acosar al Caudillo. Otros se niegan a creer lo comprobado incluso por peritos internacionales.

El odio impartido silenciosamente en la década pasada se ha amplificado por el rencor y ha tomado lugar dentro de nuestra misma esencia como la tenia creciente que se extiende por el intestino humano. El Caudillo alimentó con éxito ese parasito de odio, avivando lo peor de la idiosincrasia ecuatoriana, ese instinto casi animal de reaccionar visceralmente ante cualquier desacuerdo o disgusto. Instinto que, proyectado a través de la liquidez y despersonalización de las redes sociales, convierte la convivencia entre compatriotas en un sangriento campo de batalla.

Aquellos tiempos venenosos continúan. Hace pocos días los ecuatorianos observamos perplejos y aterrados la brutal paliza que propinaran un grupo de residentes descontrolados a los guardias de entrada de una exclusiva urbanización de Guayaquil. Cruzando la cordillera occidental, en Quito, una encuesta reciente evidencia que una mayoría de capitalinos desprecian, con el mismo odio característico, a los hermanos venezolanos y además se atreven a hacerles los principales culpables de la inseguridad que sufre nuestra ciudad.

Como ciudadano que dejó el país por muchos años para apenas regresar hace tres meses, este presente me aterra. Encuentro una sociedad en descomposición en la cual los valores entre conciudadanos escasean; la violencia impera y el desprecio hacia aquel que es distinto abunda. Lo más despreciable de nuestra naturaleza está presente en cada aspecto de la vida cotidiana; los resentimientos que el Caudillo podría haber curado con ese inmenso apoyo popular de años atrás, fueron profundizados logrando las discusiones más agresivas incluso entre miembros de un mismo núcleo familiar.

Hoy condeno el odio y la agresividad que nos invade. Pues esto no nos servirá para afrontar los desafíos que acechan en el horizonte. ¿Tendremos capacidad los ecuatorianos para entender que en una guerra ambos bandos pierden? ¿Que solo aceptando las diferencias que siempre existirán entre nosotros lograremos vital unidad? ¿Podremos finalmente romper con el ciclo de divisiones, odios y culpabilidad? No lo sé; sin embargo, a través de esta columna que inauguro con este escrito haré el intento de encontrar respuestas a las constantes históricas que siempre han amenazado a los ecuatorianos, sus libertades y su desarrollo.

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