El huésped no deseado

María Rosa Jurado

Guayaquil, Ecuador

Sé que este título suena a novela romántica, pero no tiene nada que ver con eso. En realidad quiero escribir sobre un huésped que llegó a mi vida en el año 2020, que llegaría para quedarse, transformándolo todo para siempre.

Yo había estudiado Derecho, tenía mi maestría en Derecho Administrativo y cuatro diplomados, cuando el extraño huésped se manifestó. Nos empezamos a dar cuenta porque mi esposo se extrañaba que no le pasaba el vaso de agua que me había pedido. Y yo no lo había hecho porque estaba como en una realidad paralela, como en una burbuja irreal donde no veía ningún vaso. En el trabajo me decían páseme el informe, yo preguntaba dónde está, y la respuesta era: frente a sus ojos, abogada; lo cual me molestaba mucho porque yo no lo veía y no soy ciega.

Meses después, cuando me diagnosticaron Alzheimer, me explicaron que uno de los síntomas incipientes era que no podía identificar las cosas que estaba viendo. El vaso de agua, el informe, estaban frente a mis ojos, yo los veía, pero mi cerebro no los identificaba.

Hubiera seguido sin saber que tenía Alzheimer, sino fuera porque un sábado, en la última semana de diciembre de 2020, regresando de la casa de una amiga, en Los Ceibos, terminé deambulando completamente perdida durante horas, hasta que mi esposo me encontró pasada la medianoche en la Isla Trinitaria. Cómo fue que me perdí, ese momento de terror que sentí mientras avanzaba manejando en una completa oscuridad, y cómo invoqué a mi padre muerto para que me salve, fue tan intenso que quizás lo cuente en otro momento.

Después llegaron los exámenes. Primero en Guayaquil y luego en Bogotá, donde me atendieron en la prestigiosa Fundación Santa Fe. Al comienzo un médico le dijo a mi marido que podía padecer de una «demencia con cuerpo de Lewis», que es algo tan terrible que cuando el actor Robin Williams supo que la padecía optó por el suicidio. También temimos que sea Parkinson. Así que cuando nos diagnosticaron un Alzheimer incipiente, la enfermedad más benigna de todo lo que nos habían dicho, hasta nos alegramos.

Cuando dimos la noticia a mi familia fue el caos. Todo el mundo lloraba. Yo no aceptaba, me sentía furiosa. Me explicaron los doctores que mi inteligencia y mi memoria todavía no estaban afectadas, gracias a lo que describieron como «una gran reserva cognitiva» fruto de mi hábito de leer al menos una hora casi todos los días durante los últimos cuarenta años, mis estudios universitarios, mi maestría y mis diplomados.

Un médico dijo que genéticamente yo debía haber padecido Alzheimer después de los 80 años como ha ocurrido con algunas mujeres de mi familia. Cuando me lo diagnosticaron yo tenía 56. Y se ha sugerido la posibilidad de que quizás el covid que sufrí en 2020, me lo adelantó.

Yo no sabía nada de esta enfermedad, pero mi tía María Hercilia la sufrió, y la recuerdo sentada en un sofá con la mirada perdida, pero cuando llegaba alguna persona querida se le iluminaba la mirada y decía su nombre.

Desde que me diagnosticaron Alzheimer nunca más pude volver a manejar ni salir sola, por el peligro de que me pierda. Dejé de ejercer la profesión de abogada, pierdo constantemente las cosas, y necesito que una persona me ayude en las tareas cotidianas.

Yo fui hija menor, a la que nunca dejaban hacer nada porque era chiquita, y soñaba con ser libre e independiente. Y cuando crecí, lo fui. Tuve dos hijos, trabajé en la función pública, que me gustaba muchísimo, y disfruté una plena libertad para que ahora tengan que andar cuidándome otra vez, y no me dejen otra vez hacer nada.

Afortunadamente tengo quien me cuide. Cada amiga vela por mí a su manera, siento mucho cariño a mi alrededor. Ya no trabajo con códigos, pero estoy aprendiendo a pintar puntillismo en piedras, moldeo objetos en cerámica y tomo clases de baile. Me sirve para concentrarme en el aquí y el ahora, en un eterno presente, lo que me da paz, y me ayuda a llevar la enfermedad con serenidad.

Como dice la cumbia, llevo mi cruz y no se la doy a nadie, y no se la doy a nadie, y no se la doy a nadie, porque todos ya llevamos una cruz. Una vez leí que García Márquez había escrito sus memorias, «Vivir para contarla», cuando ya sufría Alzheimer. Yo no soy García Márquez, pero creo que todavía podré escribir algunos artículos más antes que caiga el telón. Hasta aquí voy bien, como dijo el optimista.

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