Arturo Andrés Roig

Por Joaquín Hernández Alvarado
Guayaquil, Ecuador

La validez de una obra filosófica está en las preguntas que plantea y en los debates que genera. Incluso en las ausencias teóricas que devela. No en los consensos emocionales ni en los rituales de identificación con lo «filosóficamente correcto». O en la repetición cansina de los discípulos.

Arturo Andrés Roig asumió a mediados de los setenta del siglo pasado el singular reto intelectual de confrontar y relacionar dos corrientes del pensamiento latinoamericano que parecían destinadas a destruirse la una a la otra. La Historia de las Ideas, por una parte, con su mirada fija en el pasado intelectual latinoamericano parecía destinada al recuerdo e inventario sistemático de los «pensadores» de la región. Más preocupada de la historia que de la filosofía, siempre es acosada por la tentación de convertirse en registro, a veces solo laudatorio, de obras y de autores.

La otra corriente, que irrumpió con fuerza en esa década, y que irá tomando varios nombres, estaba preocupada más bien por el cambio de las sociedades latinoamericanas en nombre del advenimiento de un futuro nuevo y radicalmente distinto. Por ello se declaraba crítica e incluso «subversiva» aun con el establecimiento intelectual y académico de entonces. No por azar las figuras que en un momento representaron las dos posiciones fueron un historiador de las ideas convertido en cuestionador implacable del quehacer filosófico latinoamericano, Augusto Salazar Bondy, y un intelectual representante del establecimiento académico, formado en la sabiduría del Priísmo, Leopoldo Zea.

La obra de Roig mostró la posibilidad de convergencia de ambas posiciones.

El cuestionamiento radical, la urgencia de una sociedad diferente había sido planteada por los pensadores latinoamericanos de la época de la independencia y de la república. Ser crítico implicaba la revisión del pasado y de los autores en los que se planteó la necesidad de ser «nosotros mismos» y que fue formulada como un «a priori cultural», un «nosotros» en donde se construía la identidad latinoamericana.

Esta convergencia que Roig explicó en su libro clásico, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano (FCE, 1984) abrió un horizonte para la investigación filosófica y por supuesto para el desarrollo de la filosofía latinoamericana. La memoria de Roig es indisociable de su entusiasmo intelectual, su capacidad de investigación y su ánimo generoso para generar obras de largo aliento para el país como la creación de la Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano, aparte de sus análisis sobre figuras claves de nuestra historia cultural.

La obra de Roig desarrollada en el Ecuador en los años en que le tocó vivir el exilio, constituye la etapa más importante, sino la única del pensamiento ecuatoriano del siglo XX en lo que toca a investigación, sistematización y publicación. Es una pregunta pendiente, ojalá un debate, por qué después de esta etapa, la filosofía en el país ha casi desaparecido, goza del menosprecio de los tecnócratas y es considerada irrelevante.

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