México, tras las elecciones

Por Martín Santiváñez Vivanco
Lima, Perú

El principal responsable de la derrota electoral del PRD es su jefe máximo Andrés Manuel López Obrador. AMLO ha conducido la campaña, elegido a sus compañeros de ruta y desbancado del liderazgo de la izquierda al delfín Marcelo Ebrard, “el deseado” por Krauze, un político astuto que decidió someterse al mesianismo de López Obrador con tal de evitar la escisión del partido. Ebrard, consciente de su sacrificio, sale reforzado tras esta derrota. Controla el gobierno del DF, su figura ha crecido en el aparato del partido y se presenta como una alternativa capaz de convocar una coalición más amplia que AMLO, el gran polarizador de la vida pública azteca.

¿Por qué López Obrador se resiste a reconocer la derrota del PRD? El líder de la izquierda mexicana aspira a sobrevivir políticamente hasta las elecciones de 2018. AMLO planea sortear la posible escisión de sus partidarios encarnando la agenda de un sector de jóvenes en franco camino a la radicalización (YoSoy132). El pulso entre la política de partido y la praxis de los movimientos sociales, tarde o temprano, eclosionará en nuevos liderazgos. Con todo, López Obrador es consciente de que la mejor forma de influir en la estructura partitocrática del PRD radica en combinar la presión intra-partidista (de allí el llamado a los leales) con el diktat del frente externo: la esfera pública y el clima social. Sin embargo, esta vez, a diferencia de 2006, la sociedad civil mexicana no parece estar por la labor.

Enrique Peña Nieto, el nuevo presidente de México, encarna el viejo pragmatismo priísta. El discurso moralizador y parcialmente modernizante del PRI colisiona con la existencia de una tradición ineficiente de clientelismo y corrupción al que la estructura del Partido nunca ha renunciado del todo. De hecho, el retorno al poder del viejo dinosaurio priísta se enmarca en un escenario clásico de vote buying y patronazgo económico. La matriz pragmática del PRI, carente de referentes valorativos eficaces, difícilmente se verá alterada por el tímido llamado a la transparencia de Peña Nieto, un hombre que ha construido su carrera política apoyado por la nomenclatura del partido. El presidente no es un rupturista. Es un cuadro orgánico del PRI. Si el partido logra reducir la violencia sin que la corrupción se traduzca en grandes escándalos mediáticos, el sexenio se revalidará. Pero si el PRI es incapaz de reducir la violencia del narco, fomentando la opacidad de su acción gubernamental, la izquierda accederá al poder sin mayores sobresaltos. La debilidad del liderazgo panista y su fracaso en el reformismo condenan al centro-derecha a una larga oposición.

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