Cascabel al gato

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

A finales de los ochenta se hablaba mucho de neoliberalismo, que tuvo aplicación concreta en varios países, entre ellos Chile, con resultados de incontrastable éxito. José Piñera, quien aplicó la fórmula en seguridad social chilena, introduciendo competencia en lo que antes era un monopolio público, describió el concepto en su obra El cascabel al gato. El éxito de Chile y otros países que siguieron esa línea se ha basado en la consistencia en el tiempo, pues nada da frutos si cada tanto el timón de la cosa pública cambia de norte.

Para que no quede duda sobre la suscripción chilena de dicho concepto, bastaría mirar en su Constitución la garantía plena de libertad económica a las personas, mientras el Estado excepcionalmente puede realizar actividades empresariales a condición de que lo autorice una ley específica y que se someta a las mismas normas que los particulares, es decir al mercado; garantía de la propiedad privada sin condicionarla a función social o de otra índole, y solo expropiable por causa de utilidad pública mediante ley expedida por el Congreso; un régimen de competencia y apertura de los mercados -que ha resultado en 14 acuerdos de libre comercio e innumerables acuerdos comerciales- y el principio de que la soberanía está limitada por los derechos individuales. Por ello Chile, el país con mayor equidad de ingresos en América Latina, se ubica, junto con Suiza y Finlandia, entre los 10 países económicamente más libres y con menor desempleo.

En el Ecuador también se habló de neoliberalismo hace dos décadas, aunque tímidamente, pues por razones culturales que he anotado en otras columnas no hemos conseguido emanciparnos del rasgo colonial estado-centrista. Del dicho, como suele suceder, no pasamos al hecho: en los noventa e inicios del nuevo siglo, a pesar de las buenas intenciones de algunos líderes, de mucho discurso y algún ejemplo aislado, el país siguió estructuralmente anclado a la noción de sectores estratégicos reservados al Estado, no abrió los monopolios y oligopolios a la competencia -el más eficiente regulador del capitalismo-, ni concretó acuerdos bilaterales de comercio con los mayores socios internacionales.

Y aunque la Constitución de 1998 recogió muchos de los principios de la liberalización económica, la legislación secundaria se mantuvo en lo esencial intacta y los conceptos no pasaron del papel a la práctica. De modo que desde la dictadura de los setenta y su renovado intervencionismo público en la economía gracias al espejismo petrolero, el mercantilismo de Estado -ubicado en las antípodas conceptuales del liberalismo económico- no ha hecho más que acentuarse. El único intento constitucional de liberalismo del último medio siglo fue sepultado sin alcanzar siquiera la pubertad política.

Así que aquello de la larga noche neoliberal tiene algo de cierto, en tanto no ha pasado de un sueño nocturno, pues a diferencia de otros países que han llegado a la zona del empleo pleno, equidad, salud y educación sobre el pilar fundamental de la libertad económica, aquí todavía no hemos sido capaces de ponerle el cascabel al gato; más bien le hemos encargado de la despensa.

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