El impresentable

Daniel Crespo
Quito, Ecuador

Normalmente, prefiero escribir sobre política. Pero en estos días, con los berrinches megalómanos de Kim Jong-Un y los desvaríos espiritistas de Nicolás Maduro, no hay que ser muy creativo para aprovechar tanto material (de hecho, luego del episodio del cheque con globos llegué a pensar que Maduro debe ser la reencarnación fofa de Benny Hill. Después, me disculpé con el alma de Benny, eso sí, sin alpiste de por medio).

Así que no, hoy no hablaré del coreano malcriado o del macondiano heredero del “pájaro” Chávez, aunque ambos son impresentables por derecho propio. Hoy quiero hablar de algo, al parecer, más banal, pero que bien visto, arroja alguna luz sobre la pregunta que, de seguro, muchos nos hemos hecho en estos días: ¿cómo alguien como Maduro, con un discurso entre esquizoide y cantinflesco, cuyo único hilo conductor es el endiosamiento del líder muerto y reencarnado, ganará seguramente las próximas elecciones venezolanas? ¿Cómo puede mantenerse en el poder un Evo Morales que está convencido que los bolivianos se enfrentaron al imperio romano? Y los ejemplos, honestamente, sobran en nuestra región.

Cuando se habla de esto, casi siempre se llega a la misma conclusión: la educación. Que falta educación, que nuestros pueblos son incultos, y cosas por el estilo. El problema es que a veces pensamos que falta una suerte de educación superior, y no me refiero a la universitaria. Pero no, el problema empieza abajo, en la educación con minúsculas, la del ejemplo sencillo en la casa. Déjenme ilustrar esto con un ejemplo: hace unos días, con mi esposa fuimos a un conocido cine quiteño, en una plaza que de plaza ya no tiene nada, ya que la han atiborrado de negocios. Aprovechamos para cenar en un restaurante de comida fusión japonesa, con palitos y todo (sí, ahora saben dónde estábamos). Para mi suerte, quedé enfrente de una mesa ocupada por una familia, madre, padre, niña de unos 8 ó 9 años. Me llamó la atención que el caballero no se quitase la boina para comer, pero bueno, hoy casi nadie lo hace, se olvida con facilidad que su uso también implica sutiles códigos.

Sutilezas aparte, empezó el espectáculo. El taitico, tan majo con su cachucha, y desparramado sobre la silla como si estuviera en el sillón de su sala de estar, no se despegaba de su “teléfono inteligente” y, con un frenesí casi adolescente, escribía, jugaba o lo que sea: ni siquiera tocaba su plato, mientras el resto comía. Cuando empezó a alimentarse, deseé que no hubiera soltado el celular. A fin de continuar lo más rápido posible, empezó a agarrar con sus manos las verduras del plato y a sorberlas como pájaro regurgitando la comida para sus crías. Por supuesto, él tan cuidadoso, se limpiaba ágilmente las manos en el pantalón, no sea que se ensucie la pantalla táctil de su teléfono. No conforme con eso, decidió hacerse una limpieza completa, que incluyó el dedo en la oreja y un vigoroso movimiento de manos bajo la nariz, quizá su poco higiénica manera de comer le causó algún tipo de picazón. Su mujer, silenciosa, solo veía a su troglodita pareja cada vez con más vergüenza, segura de que eran el foco de atención del resto de comensales. Y aquí es cuando su lamentable comportamiento dio su lógico fruto: su hija, que hasta ese momento había hecho esfuerzos por comer con los palillos, imitando a su madre, no vio la necesidad de seguir haciéndolo y agarró, cual su progenitor, la comida con la mano.

El orgulloso padre le meció los cabellos, aunque no me percaté si ya se había limpiado las manos en su pantalón o aprovechó la cabeza de su hija para hacerlo. De cualquier manera, era evidente que para él lo más importante era la limpieza de su teléfono. A todo esto, la madre, muerta de la vergüenza, pidió la cuenta antes de terminar, para salir lo antes posible del restaurante. El caballero, tan orondo, se fue como vino, con el teléfono pegado a la nariz. Y luego, todo el mundo a lo suyo: -es que este pueblo es inculto, es que nos falta educación, es que… ¿Quiénes son, realmente, los impresentables?

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