Levantar la cabeza para no perderla

Carlos Jijón
Guayaquil, Ecuador

En la primera parte de Enrique IV, el conde de Worcester le explica a su sobrino, sir Henry Percy (a quien la posteridad recordaría también por el sobrenombre de Hotspur), que una de las maneras más seguras para evitar que un rey ambicioso pueda llegar a cortar la cabeza de un hombre libre, es que este la mantenga siempre erguida. “Salvar nuestras cabezas levantando nuestras cabezas”, menciona casi al final del primer acto, cuando una rápida puesta en escena ha dejado claro que el hombre al que los Percy han ayudado a convertirse en rey no los considera ya como iguales y los ha puesto ante la disyuntiva del sometimiento o la destrucción.

La obra es de Shakespeare. Un breve (y quizás algo libre) resumen del argumento va a narrar la historia de unos hombres que contribuyeron a instaurar un nuevo orden que consideraron justo. Y que luego se encontraron con que, para lograr el poder absoluto, una vez que ha eliminado a los enemigos que se opusieron a su ascenso al poder, el nuevo rey necesita también liquidar a aquellos que lo ayudaron a ascender.

La historia no es nueva. Ni la inventó Shakespeare, que solo reescribe con singular fuerza dramática el material con el que normalmente está escrita la Historia: los denodados esfuerzos de unos hombres por someter a otros; algo casi tan antiguo como la determinación de esos otros por mantener erguida su cabeza y defender su libertad. Después de todo, habían sido ellos, los Percy, quienes habían escogido a Enrique; fueron ellos quienes promocionaron su nombre cuando no era más que un aspirante con escasas oportunidades; y fueron ellos quienes lucharon a su lado para instalarlo en el poder.

El drama de los Percy es haber encumbrado al trono a un hombre que después los destruyó. Y el heroísmo de la primera parte de Enrique IV está en la determinación de no morir sin luchar. Nada hay más natural que defender la propia libertad, razona el inflamable Hotspur. Ni siquiera a cambio de los beneficios que pueda ofrecer el rey a cambio del sometimiento. Porque cuando todo el poder se ha concentrado en una sola persona, la fortuna de los demás siempre va a depender de los intereses, o la mera voluntad, del gobernante y su círculo.

Shakespeare retrata con realismo la crueldad del poder. Tal como es. No como debiera ser. Porque al final del día, las utopías solo van a servir para convencer a los ciudadanos de renunciar a su libertad, y entregar todo el poder a un rey bueno y sabio, que sabe lo que es mejor para todos, y que solo busca nuestra felicidad. El realismo de Shakespeare es tan cruel que Hotspur y sus aliados mueren peleando por su dignidad. Paradójicamente, también en ello radica su poesía.

Poesía del poder y de la muerte. Del ser y no del deber ser. También de la libertad. Y de las segundas oportunidades. Y hasta de los falsos heroísmos. Porque los dramas del poeta inglés no son nunca una sola historia, sino muchas. Porque nunca hay una sola verdad, sino varias. Quizás intentar entenderlas todas sea la clave de la convivencia de los hombres.

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