El ser humano sobre el capital

Vicente Albornoz
Quito, Ecuador

De las afirmaciones que más le gusta hacer a la izquierda es que sueñan con poner «al ser humano por sobre el capital». El problema es que las políticas económicas que implementan hacen todo lo contrario y siempre terminan poniendo al capital por sobre las personas.

Cuando repiten esa frase, típicamente lo hacen con un tono solemne, con el convencimiento que están manteniéndose en la más ortodoxa línea de Karl Marx, el autor de «El capital» y que, por lo tanto, son dignos herederos de su filosofía. Claro que cuando insisten en eso de poner al ser humano sobre el capital, en la mayoría de los casos lo que están pensando es cómo hacerles la vida imposible a los ricos, cómo lograr que los que tienen plata ganen menos o cómo encajarles un impuesto adicional.

Pero con esas políticas, lo único que logran es que las personas que tendrían la capacidad de invertir (y de crear riqueza), simplemente no lo hagan y que el capital se quede depositado en una cuenta bancaria en lugar de convertirse en fábricas, equipos o capital de trabajo de una empresa. Claro que para tratar de equilibrar la situación de las empresas, los gobiernos de izquierda tienden a protegerlas de la competencia extranjera.

Les encanta cerrar la economía, aislarla de la «perversa competencia del extranjero» (competencia que es malvada por ser poco solidaria). El problema es que al hacer esto, lo que obtienen es exactamente el opuesto a sus sueños. Porque la manera de lograr que las empresas estén al servicio de las personas es haciendo que compitan entre ellas, que las empresas (que entre otros factores necesitan de capital) luchen entre sí para ganarse el favor del consumidor, que sean eficientes para que cada vez entreguen a la sociedad bienes y servicios más abundantes y menos costosos.

Pero las empresas no son eficientes de nacimiento. Lo son cuando es buen negocio serlo. Y sólo es buen negocio ser eficiente cuando esa es la estrategia correcta para ganarle a la competencia. En fin, para que las empresas estén al servicio de la gente, casi la única herramienta que existe es hacerles que compitan. Y las políticas aislacionistas son la mejor manera de que las empresas no compitan. E instintivamente, al sentirse protegidas por el Estado, se olvidan de ser eficientes y de bajar los precios.

Atrapadas entre un Estado que las maltrata, que limita sus libertades, pero que al mismo tiempo las aísla de la competencia extranjera, las empresas privadas tienden a invertir poco (porque el Estado las maltrata) y a ser menos eficientes (porque el Estado las protege). Y el gran perdedor es el ser humano, aquel que se suponía que iba a ser el centro de toda la actividad económica.

Y el ganador es aquel capital que ya estuvo invertido antes de que arranquen todas las políticas proteccionistas.

* El texto de Vicente Albornoz ha sido publicado originalmente en El Comercio.

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