No hay ética sin estética

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Se le atribuye al poeta español José María Valverde la frase «nulla ethica sine aesthetica», que distingue la fachada de la Fundación Albéniz, ubicada cerca del Palacio Real de Madrid. No sorprende tal inscripción en un instituto dedicado a la música, una de las maravillas de la humanidad frente a la cual intuimos las reflexiones y sentimientos que llevaron a John Keats a afirmar «La belleza es verdad, la verdad es belleza: eso es cuanto sabemos –y debemos saber- sobre la tierra.» De hecho ética y estética son nombres con raíz etimológica común.

Pitágoras se percató de que las cuerdas de un instrumento, al ser tocadas en clave, es decir armónicamente, descubrían un patrón matemático en sus vibraciones combinadas, y algunos historiadores del saber atribuyen a esta afición musical del gran matemático el puente que le ayudó a concebir el famoso teorema que lleva su nombre. Y traduciendo el ritmo literario, lo que podría definirse como el equivalente conceptual de las formas caligráficas, a fórmulas y patrones matemáticos de estilo, Ignatius Donnelly intentó demostrar que las obras de Shakespeare fueron en realidad escritas por Bacon. Porque dos personas pueden tener sobre una cosa idéntica postura intelectual, pero jamás lo expresarán con idéntica belleza.

Einstein, implacable opositor del relativismo ético, sostenía que «los grandes maestros morales de la humanidad fueron, en cierto modo, genios artísticos del arte de vivir.» Y también sostenía que los grandes saltos del saber no provenían de la razón, sino de la fe, del instinto. Lo dijo de varias maneras, y quizás la más bella fue: «Detrás de cada puerta que abre la ciencia se encuentra Dios.»

En la historia, la evolución del arte refleja la búsqueda de la verdad, y se anticipa a ella. La imaginación, la intuición, la sensibilidad a las emociones más sutiles, van destellando luces y marcando un camino imposible de descubrir con la lógica pura. Y por desbordar la lógica, por aventurarse más allá de los puertos anclados a la razón, la sociedad marcó de locos a quienes se adelantaron a los tiempos, a quienes tuvieron el valor de perseguir sueños inexplicables, de navegar aguas peligrosas, atraídos por la belleza del horizonte.

Y la misma historia, en sus ciclos de mayor materialismo, de oscuridad política, de desprecio por la vida humana, de negación de principios, nos entrega -¿coincidencia o inevitable fusión de continente y contenido?-, formas y estilos que constituyen la negación de la estética, de un culto por la desfiguración de valores e imágenes, de un homenaje a la fatuidad y la nada, como esas ropas deshilachadas de prontuariado sorprendido en fuga, ese estereotipo de modelo famélica y mirada de zombie, ese saludar poco y agradecer menos, o esos oleos monocromáticos e informes que se han colado en los museos y salas de arte para concitar más curiosidad -¿genuina o de pose?- que la Gioconda de Leonardo.

Habrá a quienes les seduce la idea de que estamos frente a expresiones de un nuevo concepto de belleza. Para mi se trata sencillamente de la desarmonía, de la fealdad que resulta de una cultura sin ética ni referencias trascendentes.

* El texto de Bernardo Tobar fue publicado originalmente en el diario HOY.

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