Llueve sobre Santiago

Joaquín Hernández
Guayaquil, Ecuador

Rememorar lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973 cuando se produjo el golpe militar contra el presidente Salvador Allende no es un problema de nostalgia. Dicho golpe y el proceso que desencadenó apuntan más bien al origen, oscuro por cierto, de lo que entendemos por democracia. Por eso preocupa 40 años después. ¿Es la democracia en el fondo, una especie de medio del que se puede y se debe prescindir cuando las circunstancias lo justifiquen? ¿Está en el origen de la democracia la violencia, nacida de su debilidad para generar y mantener el orden? ¿Es por eso necesario admitir dictaduras que la regulen e incluso suspendan?

El golpe militar del 11 de septiembre rompió con la democracia de Chile. Si se vuelve a ver el documental de Patricio Guzmán, La batalla de Chile, el Gobierno de Allende pese a todas las críticas que puedan hacérsele y a las divergencias políticas, se mantuvo hasta el final en el punto cero de la democracia. Nunca compró congresistas para estabilizar su precario porcentaje en las cámaras ni amenazó a los opositores en su seguridad física con hordas enardecidas. Tampoco se le ocurrió poner trabas a la importación de papel para silenciar a El Mercurio y demás periódicos radicalmente opuestos. Y no persiguió ni cerró a estos medios que solo tuvieron un contrapunto en un contrincante de su mismo nivel, no la fuerza del estado, en periódicos como El Siglo que era leído masivamente, hasta que fue tomado a las cuatro de la mañana del 11 de septiembre. Muy seguramente Salvador Allende no hubiese aceptado nunca las lecciones prácticas de ejercicio del poder que hoy se administran en países latinoamericanos. Por eso, Michele Bachelet pudo decir el sábado pasado en Santiago que «la amnesia y la negación no curan las heridas» y que un país que oculta su historia, «bajo la alfombra se arriesga a tropezar una y otra vez».

Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales que ha tenido un relevante papel estos días en la rememoración del golpe militar y sus consecuencias hasta el presente, recordaba en su columna de El Mercurio de Santiago, las ideas políticas del intelectual Jaime Guzmán Errázuriz, ideólogo del golpe y de la dictadura: «i) la dictadura era plenamente legítima; ii) que la democracia carecía de valor intrínseco y poseía un valor transferido, propio de un medio que podría servir distintos fines; iii) que el valor de los derechos humanos no era absoluto y que su vigencia podía suspenderse si así lo requerían circunstancias excepcionales; iv) que en estas circunstancias excepcional, la autoridad política debía estar al margen del control de los jueces con lo cual legitimó el rechazo de los recursos de amparo; que los culpables finales de las violaciones de los derechos humanos no fueron los militares que ejecutaron la violación sistemática, sino los políticos que habría desatado la violencia política».

Cuarenta años después, bajo uno u otro ropaje, las tesis de Guzmán continúan vigentes para políticos y asesores que sacrifican la democracia en nombre del poder.

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