Hacerle juego a la derecha

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Si hay un fantasma que recorre la serranía, al menos en política, es el de León Febres Cordero y el de su heredero natural, Jaime Nebot. Con justa razón: el legado político del primero es el terror aplicado desde el Estado, y el del gamonal bravo, viril y cerril, apenas letrado, que cree que un país puede gobernarse como se manda en un feudo. Nebot ha sabido recoger esta forma de administrar el poder y de hacer de Guayaquil, aunque mucho le pese a tanta gente, un reducto inminente de desigualdad y polarización, una ciudad que ha privatizado su seguridad pública, que se ha manejado con la lógica y los intereses de una empresa, que ha colocado la homofobia y la exclusión socioeconómica y racial como un dictado oficial. Sin mencionar las «performances» en las tarimas de la ciudad, probas muestras de que la política sigue siendo un espectáculo para el populacho enardecido que busca regionalismo, separatismo, confirmación de su hombría, tanto da. Ya habrá tiempo para pensar por qué lo reeligen a Nebot, por qué sigue siendo tan popular en su feudo.

Ésa es la herencia que se le ha acusado recibir a Mauricio Rodas, el electo alcalde de Quito, al que aún no se le ha podido probar de forma irrefutable estas credenciales. Decir, como dice el periódico público que tan bien habla del Mashi, que Rodas trabaja con Enrique Krauze, “un intelectual de extrema derecha” (sic), habla más de los escasos méritos de Rodas que del marasmo ideológico que vive ahora la revolución de la alegría y el infinito amor.

Barrera, por su lado, siempre actuó como punta de lanza de un proyecto nuevo que clamaba otorgar a los habitantes de Quito un derecho a la ciudad que desde la Audiencia de Quito no les había asistido. Para quien ya lleva más de una década votando en el penoso panorama electoral ecuatoriano por alternativas progresistas o de izquierda, el escenario pareció estar resuelto: frente a las corporaciones, el Estado reparador; frente a las mafias políticas socialcristianas, la esperanza provista de la recomposición de una izquierda incluyente y anti-ONG; frente al atropello del capitalismo, un liderazgo con rostro humanista. Frente al Imperio colonizador, que antes fue España y hoy es Estados Unidos y mañana quién sabe, la defensa de lo propio, lo auténticamente atávico. Así, votar por Rodas era hacerle juego a la perniciosa derecha o algo así como encajarle al país el derecho de pernada del colonizador inmisericorde o de la United Fruit. Y votar a Barrera, abrirle la puerta a la ciudad incluyente que jamás lo fue en estos años.

No obstante, lo cierto es que el paisaje político en Quito barre esta visión simplista, oportunista y maniquea que se mostró en la campaña electoral. El resultado, más que polarizante, debería ser la decepción ante la aridez de la falta de propuestas integrales para Quito en ambos bandos y, sobre todo, ante un movimiento que clamó ser la única alternativa progresista válida del país, pero que actuó, soterradamente, de la misma manera como acusan a sus enemigos de actuar.

Barrera, y el presidente de quien recibe órdenes, más que tener el respaldo del buró político de su organización, han disfrutado del apoyo de una suerte de nomenklatura contemporánea. Además, uno no mentiría si dijese que no han escatimado posibilidades para hacerse propaganda en los medios públicos, en los postes de la ciudad, en los barrios y las calles y avenidas de Quito, contraviniendo leyes, ordenanzas y hasta mínimas normas de decoro y sentido común. Es una lástima no poder decir qué nombre reciben estas licencias en español: mal quisiera yo que se le censure o clausure al periódico que me da la oportunidad de escribir, o que se me obligue a salir corriendo del país. No obstante, parece patente que se ha violado, como mínimo, la Reforma al Código de la democracia, en su artículo 21, y el Reglamento de promoción electoral, en su artículo 29.

Pero entonces, ¿de qué izquierda hablamos cuando hablamos de Barrera?

De un romanticismo revolucionario edulcorado, fiel a las consignas setentistas latinoamericanas pero sin apenas compromiso con la ciudad. De una gestión de lo discursivo, mas no en lo espacial, menos en lo político. Durante los cuatro años de gestión del Alcalde Barrera en la ciudad de Quito, la demolición de casas antiguas y barrios de clase media se han vuelto una constante. La especulación inmobiliaria, la fiebre del metro cuadrado y la verticalización de las viviendas de la clase alta han sido la norma. Una, o a lo sumo dos o tres corporaciones de la construcción han monopolizado la ciudad. El espacio en Quito se ha vuelto sinónimo de mercancía.

Los cinturones de pobreza, ahora ya legalizados, siguen siendo siempre marginales y gozan de poco acceso a decisiones sobre sus propios espacios. Las normas medioambientales se han relajado: el aire es irrespirable para las pocas bicicletas que tiene Quito; más aún para sus peatones. La política de consecución de espacios públicos es, como poco, risible: más policías, más control, menos árboles, menos parterres, mayor flujo vehicular. La destrucción creativa de estos espacios se ha visto totalizada mediante la adjudicación de megaobras (sí, al sector privado) y la poca importancia que se les da a los pequeños gestores culturales. Como resultado tenemos espacios nulamente practicados, parques y plazas y calles desoladas: la gente sigue amurallada en sus conjuntos habitacionales. Las publicaciones municipales, que se financian de la plata pública (La Revista Q y el periódico El Quiteño), se han transformado en filtros oficiales de un deber ser político, que no es otro que el de la revolución del Mashi. La falta de planificación provoca que haya avenidas repavimentadas más de tres veces. La construcción precipitada de las autopistas revolucionarias ha acabado con buena parte de los corredores de especies endémicas de los valles y con la biodversidad de las quebradas. A ver si podemos, pues, encontrar algún cholán en las cercanías.

De una política seria de manejo de desechos, de reciclaje y reutilización, nadie habla. De la integración de la diversidad sexual, de los recién llegados, de los extranjeros, nadie habla. De la erradicación de la galopante xenofobia en la ciudad, menos. Tayra Evelyn Ormeño fue una de las tantas transexuales asesinadas en Quito durante estos años. El municipio, patriarcal, amante de la brea y de los mandos superiores, muestra un silencio repugnante. Se asume que Rodas no habla de esto porque es “esa derecha”. Pero Barrera tampoco lo hizo.

Más allá de palabras como inclusión, colonización, diversidad, imperialismo, ciudadanía, letanías que no se objetivizan en la ciudad de Quito, queda la duda de cómo se hace “juego a la derecha»: habiendo votando por una izquierda falaz y acomodaticia o por un recienvenido, un desconocedor de todo lo que se llame ciudad.

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