El censor ilustrado

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Si hay una representación que tanto en la literatura como en el cine va evaporándose, es la del censor. Esta figura usualmente asociada con regímenes totalitarios o satrapías tropicales, se encuentra menos y menos en libros, ficciones o testimonios (con la salvedad de la caja de sorpresas de la que cada año sacan libros los herederos de Cabrera Infante), quizá porque la vigilancia ubicua del capitalismo posliberal, que todo lo transa, ha ocasionado que el Estado prescinda de esas figuras detestables y en su lugar coloque cámaras, multas, rejas, biblias, televisiones y multinacionales políticamente correctas: todo más sutil y más efectivo: no hace falta delatar. Algunas de las últimas noticias de estos seres, usualmente astrosos, seborreicos o suicidas, pueden encontrarse en la película alemana “La vida de los otros”, de Florian Henckel von Donnersmarck; en textos del español Isaac Rosa; en “El abrecartas”, novela epistolar de Vicente Molina Foix; o en esa obra maestra de Antonio José Ponte, un feliz híbrido de novela, crónica, ensayo y relato histórico, llamada “La fiesta vigilada”.

Es probable que, aunque ya no hagan falta por anacrónicas, estas personificaciones también hayan desaparecido del imaginario estético reciente porque hasta cierto punto son predecibles, o al menos chatas y monodimensionales. El censor es el lado siniestro pero pobrete del régimen totalitario; es, también, el receptor de la violencia explícita que termina aterrizando como boomerang sobre él. Es el chivato sin Dios ni ley: el sucedáneo del norio chismoso que le iba a contar al profesor lo que había hecho la clase en saludable anonimato.

Ya se agotaban y descansaban plácidamente al lado del bandolero tejano, del héroe espadachín o de la sospechosa y virginal muchacha del campo, hasta que gobiernos como el del Mashi los ponen en escena, más bien anónimos y bien pagados, más bien hablando desde la institución y en nombre de la democracia y la diversidad de los pueblos. No hay diferencia entre la realidad y la ficción: si acaso, uno pequeño desfase en el tiempo. Ya en unos años alguien publicará algún texto sobre los “monitoreos” de medios que se hacen en los diferentes ministerios, y sobre los colegos/colegas que, mientras se cepillan la boca con frases facilonas como “acceso plural a la información”, “rebelión contra el monopolio de los medios” o “respeto a la honra ajena” (sic), redactan sendos informes para analizar si se procede a replicar al vendido periodista o columnista, o si es preferible movilizar a la maquinaria estatal (judicial, policial, mediática, tanto da), para seguirle juicio, ponerle motes y meterle al tarro como a un pelafustán cualquiera.

Menos importa que existan estos oficios y quienes se presten a ellos que las instituciones que, bienviviendo del erario público, los legitiman y fomentan. En el caso ecuatoriano éstas tienen nombres rimbombantes y revolucionarios, pero solo basta echar un ojo a varias de las administraciones políticas de este continente en décadas pasadas para reparar que son más las semejanzas.

Pero no todo es de llorar, aunque parece. Yo me imagino que, de tanto leer, incluso entre líneas, el espacio mental de estos censores terminará expandiéndose. Ya se ve, ciertamente, el cuidado que le ponen a la redacción y el oficio con que se ciñen a la leguleyada. Quién quita que alguno de ellos se dedique, por curioso, a las tragedias de Shakespeare, a las meditaciones sobre el engaño y la traición de Sófocles. Quién quita que, más pronto de lo esperado, formalicen sus ejercicios de exégesis y se vuelvan hacia el pensamiento.

Tal vez sean los primeros que dejen de tener miedo. Y escriban, en secreto, lo que antes les dio por censurar.

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