Lluchos/El maíz afuera

Álvaro Alemán

Álvaro Alemán
Quito, Ecuador

Dos lluchos me vienen a la mente esta semana marcada por la imagen de hombres y mujeres de rodillas, pidiendo perdón por los actos de sus hijos.

La una es de Apollinaire, «la desaparición de Honoré Subrac», otra, el ejemplo 32 del Conde Lucanor «lo que sucedió a un rey con los pícaros que hicieron la tela», una versión de una vieja leyenda de incierto origen, recogida en el siglo XIV por el infante Don Juan Manuel, una historia que recoge Hans Christian Andersen 5 siglos más tarde y que incorpora en su célebre «El ropaje del emperador».

El primero de estos relatos narra las circunstancias de Subrac, un hombre excéntrico que solo viste pantuflas y una túnica, «para poder eliminarlas al instante» y que descubre, en el contexto de una aventura amorosa en la que es sorprendido in flagranti, una sorprendente capacidad para mimetizarse con el ambiente que lo rodea, de fundirse con las paredes. Para hacerlo, sin embargo, debe despojarse de su vestimenta. En varios tramos del texto, Subrac se desnuda y corre despavorido, huyendo del esposo burlado que lo persigue hasta darle muerte.

En el segundo documento, tres bribones se dirigen a un rey y le explican que son sastres prodigiosos: «maestros de fazer paños, et señaladamente que fazían un paño que todo omne que fuesse fijo daquel padre que todos dizían, que vería el paño; mas el que non fuesse fijo daquel padre que él tenía et que las gentes dizían, que non podría ver el paño.» El rey les prepara un palacio, les entrega oro en abundancia y luego viste orgulloso un traje que nadie puede ver, pero del que todos afirman su esplendor. Es un sirviente entonces, sin nada que perder, quien deshace el ardid y devela el engaño.

La desnudez de Subrac y la del rey son distintas: para el primero se trata de una inconveniencia a soportar, algo que puede ocultarse salvo en raras excepciones y que constituye la condición necesaria para desaparecer (en este sentido evoca El hombre Invisible de H.G. Wells). El segundo personaje nos presenta una desnudez que no es sino insolencia presuntuosa, no es sino el deseo de que todos vean lo que él quiere ver (y ocultar). Subrac se desnuda para huir y no ser visto, el rey se desnuda para obligar a los demás a que no lo vean, el uno requiere y acepta su desnudez, el otro reniega y rechaza la suya, llamándola por otro nombre.

Los familiares de los estudiantes detenidos por el régimen expresan una desnudez distinta: se muestran expuestos y entregados a la mirada despiadada tanto del poder como de la esfera pública; despojados de pudor y entregados a la misericordia de los vestidos, se convierten en pordioseros y penitentes. Sus figuras son irremediablemente visibles, no para ellos la misericordia de la desaparición sino la penuria de sufrir la piedad, voluntaria o involuntariamente entregada a terceros en su beneficio. Su desnudez abandona la vergüenza ante nuestros ojos, se convierte ahora en castigo, advertencia, necesidad, destino. La desnudez se convierte así, aunque es solo una de sus facetas simbólicas, en carencia, no en vano el impulso ecuatoriano hacia la piedad califica al desnudo de pobrecito.

Y es curioso pensar en la desnudez también como marca del pasado, en un momento en que parece haber consenso, entre los vestidos, de que a ese lugar ruin no debemos volver «nunca jamás». Aristóteles señala que la capacidad de sentir piedad no es para todos, que ocurre solo bajo ciertas condiciones, entre ellas «cuando podemos recordar que el infortunio de otros puede ser el nuestro, o el de los nuestros», quienes carecen de esta facultad imaginativa son insensibles ante el sufrimiento ajeno. La resistencia ante el pasado evidencia así, de parte de múltiples sectores de la sociedad ecuatoriana hoy en día, de su falta de compasión.

Lo decía Gandhi: los débiles no pueden perdonar, el perdón es un atributo de los fuertes. O tal vez el cambio del sistema de justicia en el Ecuador ya es completo y asistimos a un cambio de época en que el sufrimiento de las personas, cuando ha sido provocado por su «propia mano» ya no requiere simpatía, la simpatía es para los inocentes únicamente, su monopolio. Es para quienes se visten de inocencia. Culpables entonces los adolescentes, los gordos (que ponen en riesgo el sistema de salud), los desobedientes, los lluchos.

Yo saqué mi maíz al sol/esperando que no lloviera/y me cogió el aguacero/con todito el maíz afuera.​

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