Para la libertad: Charlie Hebdo y Crudo Ecuador

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

Es inevitable volver a pensar en Miguel Hernández. Estos días de noticias horrendas, creo que se vuelve imposible no encontrar refugio en la poesía de Hernández, que es como una canoa que cruza mares convulsos. El poeta, que sufrió algunos de los días más terribles del siglo XX, dejó en su poema ‘El herido’ no solo una proclama libertaria, sino una visión del mundo.

Escribe Hernández: “Para la libertad sangro, lucho, pervivo./ Para la libertad, mis ojos y mis manos,/ como un árbol carnal, genero y cautivo,/ doy a los cirujanos”. Su devoción a la libertad es limpia, como el aire, y es la corroboración de que la vida es a veces un juego macabro: el poeta murió en 1942, con tan solo 31 años de edad, tras las rejas de una celda, a la que el sanguinario dictador de España lo confinó. Ese mismo año murió su hijo. ¿Qué era lo que sentía Miguel Hernández respecto de la libertad? ¿Qué estaba dispuesto a jugarse por ella?

Pienso en Hernández hoy, pienso en su integridad, en su coherencia. No dejo de pensar en él estos días, cuando la palabra libertad se ubica en álgidos debates sobre sus alcances como derecho humano. El execrable ataque terrorista al semanario francés Charlie Hebdo no es sino un síntoma perverso de lo que podría ser este siglo.

Doce personas mueren en París. Ocho son periodistas. Occidente pone la leyenda “Je suis Charlie” en los perfiles de sus redes sociales. El mundo sigue igual. Los líderes del planeta, muchos de los cuales odian la libertad de expresión, se reúnen en la capital de Francia. Un diario israelita borra con Photoshop a las mujeres de la foto de su portada, entre ellas a la canciller alemana.

Escribe Miguel Hernández: “Para la libertad siento más corazones/ que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,/ y entro en los hospitales, y entro en los algodones/ como en las azucenas”. Los versos del poeta pasan sobre la Tierra como el viento. El viento muchas veces no se escucha, pero golpea los cristales, azota las colinas y los cañaverales.

El Papa Francisco viaja a las Filipinas y en el avión esgrime que no se puede insultar la fe de los demás. ¿Entiende el Papa Francisco lo que dice? ¿Sabe el Pontífice lo que sus declaraciones infamemente justifican? ¿Tolera el Vicario de Jesucristo que la ofensa a una religión se castigue con la muerte? ¿El representante de San Pedro entiende lo que es la libertad? ¿Teme Jorge Bergoglio aparecer en la portada de Charlie Hebdo haciendo malabares indecentes?

En el poema ‘Nanas de la Cebolla’ Hernández expresa quizá su más grande dolor, al enterarse de que su esposa y su hijo solo tenían pan y cebolla para comer. El poeta estaba derrotado, lo había perdido todo, menos su libertad: la convicción de su pensamiento y su lealtad republicana. Franco, que odiaba a los poetas rojos, no pudo vencer a Hernández porque él, desde su celda y desde su muerte, era más libre que todos los fascistas. Dice en ‘Nanas de la Cebolla’, pensando en su hijo: “Tu risa me hace libre,/me pone alas./ Soledades me quita,/ cárcel me arranca.”

El presidente del Ecuador, que odia con todas sus fuerzas la libertad de expresión, acude, sin un ápice de coherencia, a un homenaje a los muertos de Charlie Hebdo. Dice que la libertad de expresión debe tener límites, mientras en París los cadáveres de los dibujantes siguen todavía calientes. La Alianza Francesa, negando sus raíces libertarias, pide a Diario El Universo censurar la foto de un cartel que en el evento molestó a Correa, en donde se decía lo cierto: que los caricaturistas no tienen libertad en el Ecuador.

Miguel Hernández escribe: “Para la libertad me desprendo a balazos/ de los que han revolcado su estatua por el lodo./ Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,/ de mi casa, de todo.” En mi mente veo la celda del poeta, deseando la libertad, soñándola, pariéndola.

Carlos Ochoa, el censor oficial, confiesa abiertamente que una revista como Charlie Hebdo no podría publicarse en el Ecuador. La revista francesa, proscrita por Ley de Comunicación y molestosa a los sórdidos intereses del correismo, habría sido clausurada y sus dibujantes trasladados a la cárcel de Latacunga, por decisión de alguno de los obedientes jueces de estos tiempos.

Fernando Alvarado pone en su perfil de Twitter: “Je suis Charlie”. Retira la leyenda cuando Roberto Aguilar le recuerda que pocos días antes había protestado por una caricatura de Roque, arguyendo absurdamente que desde el poder se puede exigir límites éticos al humor. ¿Qué es la ética para Fernando Alvarado? ¿Sabe lo que es el humor? ¿Comprende el arte? ¿Ha dibujado alguna vez?

El líder de todos los censores, Rafael Correa Delgado, anuncia en su sabatina que su servicio de inteligencia ya está investigando a la página de Facebook Crudo Ecuador, que hace exactamente lo mismo que los dibujantes de Charlie Hebdo pero con memes humorísticos. Esas parodias, propone el presidente, deben ser rebatidas por la gente, es decir, por un ejercito de trolls que de forma radical y fanática acabe con Crudo Ecuador y lo borre por siempre del ciberespacio, con la misma fiereza con que se borró del mundo a los dibujantes franceses y al poeta español. A los autoritarios les molesta lo creativo.

Miguel Hernández escribe: “Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,/ ella pondrá dos piedras de futura mirada/ y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan/ en la carne talada”. Otra vez los versos del poeta, desde el pasado, desnudan las conciencias aprisionadas de los falsos revolucionarios, apóstoles de la vergüenza y de los dogmas.

Pienso en la Libertad y pienso en Miguel Hernández. Pienso en Charlie Hebdo. Pienso en Voltaire y en los dibujos de Siné. Pienso en Crudo Ecuador. Pienso en Joan Manuel Serrat que a su vez piensa en Miguel Hernández. ¿En qué pensaba Hernández, mientras moría?

Pienso que nada, ni siquiera ofender la fe, justifica una masacre. Pienso que el humor debe ser irreverente, es decir, libre. Pienso que la democracia implica que una persona no pierda la vida por insultar la fe de los demás. Pienso que la máxima expresión de la libertad es burlarse de todas las religiones, únicas culpables, junto al nacionalismo, de las grandes carnicerías de la historia.

Pienso que la democracia no es posible sin humor. ¿Sabe el Papa Francisco que sobre todos los valores cívicos el único que garantiza de forma efectiva la vigencia del sistema democrático es la tolerancia? ¿Tolera el Santo Padre a los caricaturistas? ¿Le gusta al sumo pontífice la Ley de Comunicación del Ecuador que custodia Carlos Ochoa? ¿La aplicaría en la Santa Sede? ¿Nombraría a Fernando Alvarado su secretario de comunicación?

Solo un sistema judicial independiente puede sancionar a la persona que se ha excedido en el ejercicio de su libertad. Pero la libertad no se puede limitar con censura previa. El ejercicio de la libertad implica asumir la responsabilidad ulterior por los actos concretos llevados a cabo. Pienso que el mundo de la caricatura es el animus iocandi, los dibujos no injurian, no matan, no destruyen. Un caricaturista no hace daño a nadie. Pienso que el hombre libre y democrático, es tal solo si es capaz de defender el derecho de los otros a expresarse, por más que esa opinión le moleste, ofenda su fe, le parezca absurda.

Pienso que una sociedad democrática es tal, únicamente cuando la escoria de la sociedad, es decir, un grupo de caricaturistas irrespetuosos, tienen garantizada su seguridad para molestar y son tratados en igualdad de condiciones que el Papa Francisco, el presidente Francois Hollande y la Reina Letizia. La igualdad ante la Ley, entre católicos y ateos, es la democracia. ¿Sabe eso Jorge Bergoglio?

Escribe Miguel Hernández: “Retoñarán aladas de savia sin otoño/ reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida./ Porque soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida”. Qué lejos estuvo Miguel de toda la podredumbre. El poeta entiende que para la libertad primero hay que saberse libre. Y al ser libre, no tiene miedo a represalias. Pienso tanto en Hernández en estos días horrendos, de incoherencia y desvergüenza. De terror. Pienso en él, que tuvo el valor y la integridad de vivir libremente, incluso en su prisión, porque jamás claudicó en sus principios. Miguel comprendió que la libertad no tiene precio y que atentar contra ella es una obra del infamia, una canallada, una proclamación nacional del horror.

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