Una casa para Mr. Pacheco

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Ya casi no hay editores ahora, y si los hay son mercachifles o esnobs con dinero que se aventuran y no saben bien qué hacer con él. Habrá una o dos excepciones –y ellos salvarán la potencia de las palabras-, aunque por lo general son personas atormentadas por la imposibilidad de la gloria o demasiado pendientes del flujo de caja.

El panorama tampoco da para mucho más. Los libros, sobre todo en mercados consolidados, siguen siendo negocio, pero las editoriales se las han jugado en buena parte por el relleno de superficies de novedades con bombazos que medio mundo lee y de los que nadie pretenderá acordarse en un lapso mayor a cinco años. En épocas de homogenización cultural, el gremio de los libreros parece haber bajado los brazos: para vivir han optado por razonar desde la funcionalidad y la repartición de títulos que se venden como chicharrón.

Raúl Pacheco, el encargado de la sección editorial del Centro Cultural Benjamín Carrión,  en Quito, parece trabajar a contrapelo de todo eso, y ni siquiera mosquearse. En el tiempo en que ha ocupado el cargo en ese lugar se ha dado el trabajo de publicar decenas de libros impecables, casi sin errores, y andar por su casa, por su trabajo y por la calle indudablemente ajeno al bien y la esperanza que le da a la literatura y al pensamiento, un terreno cuya importancia casi nadie toma en serio.

Estoy seguro que esto le gusta más a Raúl: andar sin demasiado alboroto, visitando librerías y editando antologías y libros de ensayo, y haciendo maromas con el poco presupuesto que tiene su institución, procedente del Municipio, para comprar libros, mantenerlos y forjar una biblioteca decente. Y pulir textos que probablemente sean poco leídos o comentados, pero que han ido preparando una especie de memoria literaria del país, bastante lejos de las derivas circenses de las instituciones culturales más grandes, que aún manejan una retórica grandilocuente y apuestan por el gobierno de turno.

Y vaya que lo ha conseguido. Raúl Pacheco, y su paciencia, han logrado edificar una de las más hermosas bibliotecas de la ciudad, a la que le pueden faltar libros pero no le sobra ninguno, y adonde uno va a sentarse y leer sin pedir perdón porque las estanterías, los escritorios y las sillas son lugares que han sido ubicados para eso. Es rara esta calma en Quito: si uno no está asediado por el peligro inminente de asaltantes, es cautelosamente observado por dependientes que creen ver en uno a un criminal con poca suerte. Por el contrario, la biblioteca del CCBC aprovecha estar ubicada en uno de los espacios más agraciados y mejor conservados de toda la ciudad, iluminado tenuemente por los tragaluces y los reflejos de las losetas antiguas: una casa patrimonial, en medio de lo que es ahora un barrio grosero y peligroso.

Ahí suele estar Raúl, cuando no se ha ido a reservar algún libro que considere valioso para la colección del centro cultural o cuando no ha partido a realizar una de las decenas de tareas que le tocan por no tener un aparato burocrático gigantesco e ineficiente.

Al abrir los libros que ha editado, uno tiene la buena suerte de ingresar directamente a la escritura de Eduardo Milán, Iván Carvajal o Will Corral, a los ensayos sobre el escritor gringo afincado en Ecuador Moritz Thomsen, a las interpretaciones sobre Nelson Estupinán Bass, Gonzalo Escudero o Alfredo Gangotena. En ellos, el trabajo de Raúl Pacheco no se hace notar, y si aparece su nombre, se confunde en los créditos y los números de la fecha de edición e ISBN. Una mera formalidad que da paso al índice y a los capítulos con las palabras de otros. Sin él, eso sí, nada de esto existiría.

Tal vez esto sea mejor para la literatura y para Raúl Pacheco. Y tal vez es deseable que las cosas sigan así, con él trabajando en silencio, y ordenando con sus compañeros de trabajo los libros de la hermosa biblioteca dentro de la hermosa casa, o corrigiendo las galeradas y lidiando con presupuestos exiguos sin bulla ni reclamo. Tal vez así sea mejor, Raúl. Pero solo por esta vez no.

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