Diógenes y Manuela Picq (y Alejandro Carrión)

Álvaro Alemán

Álvaro Alemán
Quito, Ecuador

Dice Benjamín Carrión en uno de sus muchos prólogos—en aquel titulado “un libro bien nombrado” a propósito del tratado de Delio Ortiz, Diplomacia de Gángsters (1941), que el texto del que se ocupa narra, la “biografía de una infamia”. No encuentro una mejor manera de evocar el triste y lamentable episodio que produjo la expulsión de facto de Manuela Picq de territorio ecuatoriano.

Digo lamentable ante todo al imaginar la desolación profunda de una persona vulnerada por el poder en el lugar mismo en que ha asentado su afecto. Pienso en todos los migrantes del Ecuador, en todos aquellos que hemos ocupado un lugar similar al de Manuela en distintos países del mundo. Lugares en que hemos sentido temor ante la diferencia, y aprehensión ante lo desconocido para luego, con el paso del tiempo y la querencia de otros, distintos, prendarnos del lugar y de sus maravillosas gentes. El mundo es ancho y ajeno, y puede ser frío e inhospitalario hasta que el temor natural de uno y de los demás se derrota a nombre de una comunidad de manos abiertas. Pertenecer a un lugar, dentro o fuera de los confines de la nacionalidad significa eso: tomar un papel activo en contra del prejuicio, y hacer de esa actividad una práctica permanente.

Y es porque he tenido la suerte de la hospitalidad en múltiples países que imagino, al igual que la constitución del Ecuador, la hospitalidad como un derecho y una obligación. Lo dice Walt Whitman:

Si fracasas en encontrarme al inicio no dejes de persistir,
Si me extrañas en un lugar busca en otro.
Me detengo en algún sitio y te espero

Cada uno de nosotros es inevitable,
Cada uno ilimitado—cada uno con su derecho sobre la tierra,
A cada uno se le permite los derechos de la tierra
Cada uno aquí con la divinidad de cualquiera aquí.

Es el reconocimiento de un reclamo legítimo y universal a la tierra por medio de la condición compartida de la humanidad de todos. Whitman implica que la nacionalidad no es compulsión legal o accidente geográfico sino los lazos afectivos que lían a personas que nunca se han conocido, que viven en climas distintos y vienen de culturas diferentes y que albergan necesidades y aspiraciones radicalmente diferentes. Ser ecuatorianos así sería sentirse enlazado de forma íntima con un mundo de personas lejanas y desconocidas. Otra vez Whitman:

Juro que no hay grandeza o poder que no emula la de la tierra/no puede haber teoría que valga a menos que corrobore la teoría de la tierra/no hay política, canción, religión, comportamiento o lo que sea que tenga valía a menos que se compare con la amplitud de la tierra/a menos que enfrente la exactitud, la vitalidad, la imparcialidad, la rectitud de la tierra.

Jorge Carrera Andrade dice en su Radiografía de la cultura ecuatoriana que parte del valor de nuestra cultura emana de nuestra locación en el mundo, que el Ecuador, como idea, implica una balanza equilibrada, una suerte de justicia. Se trata de una noción historiable en nuestras letras: la cosmópolis de Juan Montalvo, el hombre planetario, del mismo Carrera Andrade, modos de estar en el mundo, sin abandonar el ámbito local, de habitar el planeta y el país al mismo tiempo de maneras extravagantes que no han sido ni serán nunca normadas.

El primero en utilizar el cosmopolitismo como concepto fue Diógenes de Sinope, que se proclamó ciudadano del mundo. Se dice de él que vivía en una vasija de barro, convirtiéndose así en una suerte de ecuatoriano a la inversa, un sujeto que no “quiere que lo entierren”, como decía Carrera Andrade en la legendaria primera estrofa de un poema a cuatro manos, en una vasija de barro, sino que quería vivir en una, mofándose así de la extravagancia material de los atenienses. Diógenes es una figura transgresora en la antigüedad clásica, un hombre que transitaba en plena luz del día con una lámpara encendida, en búsqueda de “un hombre honesto”. Un hombre que al escuchar la definición de Platón del ser humano como un “bípedo implume” peló un pollo y lo llevó a la Academia con la frase: “¡Observen, les traigo un hombre!”. Un hombre que cuando Alejandro Magno le dirige la palabra y le pregunta si hay algo que pueda hacer por él le responde: “Sí, puedes dejar pasar el sol”. La persona de quien dijo el mismo Alejandro “Si no fuese Alejandro, desearía ser Diógenes”. Uno de los fundadores del cinismo y el principal defensor de la autarquía que ha conocido la especie humana.

La autarquía que el sistema legal ecuatoriano, en el caso de Manuela Picq, le niega no solo en la forma de una sentencia sino también por medio de la “solución” a su indefensión jurídica en la forma del matrimonio civil. Manuela Picq, que ya se ha unido a su pareja mediante una ceremonia indígena, que el Estado ecuatoriano, o más bien el régimen en funciones, no reconoce, es emplazada a permanecer en territorio ecuatoriano solo si acepta ceder su independencia, solo si acepta la tutela de un varón ecuatoriano.

En 1939, Alejandro Carrión escribe un poema a Amelia Anda Aguirre, una joven mujer lojana que, luego de una permanencia extendida en la capital, regresaba a su ciudad natal. Se trata de un poema de amor, con la novedad de que Carrión admira en esta mujer independiente, flamante normalista, graduada precisamente en una institución educativa que lleva el nombre de otra Manuela, Manuela Cañizares, su condición civil. El poema se titula “Pequeña ciudadana” y fue musicalizado por Segundo Cueva Celi, uno de los talentos musicales más importantes del siglo XX en el Ecuador.

Celebro la voz profética de Alejandro Carrión, voz literaria y periodística privilegiada del siglo pasado, de la que quisiera disponer para ponderar el mal trato inmerecido a Manuela Picq a manos del régimen en funciones y para asignar papeles distintos a destinador y destinatario de ese poema/pasillo. En mi propuesta, leemos el “pequeña” de “pequeña ciudadana” no como designación objetiva de porte, o de tamaño, no como diminutivo que denota insuficiencia, sino al contrario, como marca de comparación entre una ciudadana ecuatoriana como cualquier otra y un poder pagado de sí mismo, vengativo, abusivo, arbitrario en su indiferencia y embriagado de su capacidad de ejercer violencia.

“Pequeña ciudadana, has llegado a mi vida,/con la sonrisa dulce y la boca encendida.”

Y leemos así “boca encendida” como capacidad de decir, de hablar, de impugnar lo decidido de manera secreta, como la capacidad de altivez y responso.

El texto original de Alejandro Carrión es extenso y apasionado, su puesta en música solo abarca una parte del mismo, Carrión tenía mucho que decir y lo hace con gran finura y elegancia. Quiero transcribir de esa versión apenas dos líneas para incorporarlas en la nueva orquestación que propongo, una en que los ecuatorianos nos dolemos y rechazamos el trato injusto, ilegal y cruel a Manuela Picq por parte del régimen en funciones, una en que cantamos todos juntos el pasillo de Carrión/Cueva y en que ponemos especial énfasis en estos versos:

Toda mi sangre grita, lanzándose violenta/hacia la sangre tuya que la llama y la enciende.

Más relacionadas