La tribu errante y flotante de Leonardo Valencia

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

Tengo la costumbre –que quizá se ha convertido ya en obsesión– de llevar libros a mis viajes. A veces pienso minuciosamente antes elegirlos, a veces los escojo al azar. El verano del año pasado, que por primera vez fui a Alemania, llevé conmigo El libro flotante, del novelista guayaquileño Leonardo Valencia. No sólo que la novela de Valencia matizó para mí, con sus colores, los paisajes del Rin, de la Baviera y de Berlín, sino que me permitió comprender la fuerza transformadora de esos libros que inventan mundos en cuyos dramas y conflictos nos podemos ver reflejados

Quizá con la esperanza de comprender el proceso de creación que opera en la escritura de Leonardo Valencia leí El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008), un fascinante libro de ensayos que además de permitirme un entendimiento más profundo de la literatura que hace Valencia, me dio pistas sobre otros procesos de escritura y sus diálogos con las distintas tradiciones. Las claves de la obra de Valencia están cifradas en códigos universales del arte literario, códigos elaborados con el sudor y el talento de un grupo de escritores errantes que todavía leemos con fascinación.

De todos los ensayos del libro es posible aprender, incluso crecer. Para mí uno de los más luminosos y desgarradores fue el dedicado a Giuseppe Tomasi di Lampedusa. A los 58 años de edad, Lampedusa se abocó al proyecto más grande de su vida: la escritura de la novela con la que había soñado desde siempre. Al acabarla, la envió a las editoriales que tuvo a su alcance y en todas fue rechazada. Cinco días después de conocer la carta de su último rechazo, Lampedusa murió por cáncer pulmonar. Era la madrugada del 23 de julio de 1957. Murió sin ver publicado su libro. La editorial Feltrinelli, un año después, publicó El Gatopardo, considerada hoy un clásico de la literatura universal.

Lampedusa también dejo gran cantidad de artículos literarios que elaboraba para las clases de literatura que dictaba en la sala de su casa y, en principio, a un único alumno. La suya era una de esas vidas que descubren, sin atisbo de duda, que su pasión y su razón para vivir eran los libros. Su escritura –como anota Valencia– iba contra su época y rechazaba el predominio de las modas literarias. En ese sentido, era integro y honesto consigo mismo. ¿Cuántos escritores de nuestro medio lo son? ¿Cuántos están dispuestos a rechazar las modas y su esnobismo?

En los ensayos de Leonardo Valencia hay madurez. La madurez, por ejemplo, de Borges al correr tras el arte imposible de ocultar libros. Mientras Lampedusa presentía que se le acababa el tiempo para escribir su única obra, Borges había publicado una vastedad de textos que, con el paso de los años, vio con ojo crítico. Se arrepintió de muchos. Comprendió, sin embargo, que el proceso de escritura en realidad no termina cuando el libro está impreso sino únicamente cuando se acaba la vida. Entonces corrigió y corrigió. Incluso excluyó textos de nuevas ediciones. Y es que no sólo el escritor madura, también su obra.

Uno de los instantes más interesantes en la madurez de Borges, tiene lugar cuando abandona lo local y los particularismos fonéticos en su escritura, a fin de lograr –en palabras de Valencia– una concepción de disponibilidad hacia todas las tradiciones. Esto lo cuenta en su ensayo El escritor argentino y la tradición. Borges deja de escribir en el idioma coloquial de los Gauchos y asume un castellano enriquecido por todas las tradiciones e incluso por todas las lenguas.

Quizá por eso Borges es un poeta universal y sus poemas, en cualquier lengua, no pueden dejar de asombrar. Valencia explora a lo largo de sus ensayos ese punto tan alto de la escritura que es la poesía. En la entrevista que Valencia realiza a Roberto Juarroz, ambos reflexionan sobre la fundación del ser por medio de la palabra (aludiendo a Heidegger). ¿Por qué o para qué la poesía? Juarroz explica el sentido de esa búsqueda con un ejemplo: hay poemas que nos acompañan toda la vida.

Adonis, por su parte, le recuerda a Valencia que la poesía no se puede escribir en otro idioma distinto al materno. Pero también le recuerda que en realidad los poetas (los escritores, en general) ya no pertenecen exclusivamente al ámbito de su tradición nacional porque la tradición se ha vuelto humana y, por tanto, total. Ese binarismo es, en realidad, la estructura esencial de una máquina creadora de historias: la lengua propia y la tradición universal se articulan en el proceso de la escritura. Pero eso tiene que ver con el desarraigo y las posibilidades infinitas que aparecen cuando un escritor pierde un país y gana un sueño. En ese errar el escritor se conoce profundamente y se descubre su voz.

La voz, por ejemplo, de Julio Ramón Ribeyro no tanto en sus cuentos como en sus diarios. La voz fundacional de Ribeyro cuando logra configurar al diario como género y no como un cúmulo de anécdotas. Es decir, cuando se entiende no como autor sino como personaje de la literatura. En ese sentido, Wallace Steven encuentra la pertinencia de romper las fronteras de lo ficticio y señala que “la creencia definitiva es creer en una ficción a sabiendas de que lo es, fuera de la cual no existe nada más”.

Hay una tribu errante de escritores, como Ribeyro y el mismo Leonardo Valencia, que han migrado entre los géneros de la literatura. Esa es otra forma de desplazamiento y exilio. Todorov pensaba que el aprendizaje de un hombre desplazado, que vive en el exilio, consiste en dejar de confundir lo real con lo ideal, la cultura con la naturaleza. La escritura que se arma en las fronteras geográficas como las de la lengua y la cultura, son en realidad el espacio auténtico de la creación.

Detrás de las diásporas, sin embargo, hay el descubrimiento de una identidad que se arma en el tránsito y en la memoria del origen y de la cultura. Leonardo Valencia, que conoce en carne propia esos éxodos, es muy claro: la tradición latinoamericana cosmopolita se vuelve innegable. Una identidad consciente de sus raíces pero también de que se ha armado en los libros. La literatura, entonces, es una forma que la inteligencia ha inventado –dice Valencia–  para resistir a la entropía del universo, que tiende al caos, a la dispersión y al cambio irreversible.

En la obra de Valencia, el viaje es un elemento crucial. La luna nómada, su libro de cuentos, acontece en distintos lugares de América y Europa, además es un libro que fue creciendo y ampliándose con el tiempo en sus distintas ediciones. El desterrado, su primera novela, se ubica en la época del fascismo italiano. Es decir, no le convencen las fronteras de ningún tipo.

Y luego viene El libro flotante (Random House, 2015), que sucede en la frontera de las aguas, mientras estas suben hacia las lomas de Urdesa, dejando atrás un Guayaquil hundido y perdido para siempre. Y, sin embargo, todo eso sólo es un recuerdo que se evoca frente a la imagen de un libro que flota en el lago Albano, a las afueras de Roma, mientras una niña pide que el libro sea rescatado.

Con los ensayos de El síndrome de falcón –cuyo título es un contrapunto a la literatura ecuatoriana políticamente comprometida con el país, que pregonaron Icaza, Gallegos Lara o Adoum– se me ha revelado la familia o tribu de escritores que han contribuido a la formación de escritor de Leonardo Valencia y a la creación de su obra. Lampedusa, Borges, Juarroz, Ribeyro y tantos otros, son voces que nos dan pistas sobre el milagro de la escritura como un proceso que crea realidades. Así lo asimiló Valencia y así nos lo ha compartido. Al fin y al cabo, como dice César Aira, la novela es hija del olvido y hermana de la novedad. Todo libro nace en los pantanos del olvido y vuelve con la frescura de lo nuevo. Todo libro, por eso, es memoria.

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