Hacer ruido en medio de un ‘orden de silencio’

En tiempos en los que muchas veces se prefiere callar, o peor aún, enterrar el pasado para ir en busca del soñado “futuro mejor” que nos promete cada nuevo caudillo, es pertinente analizar aquella otra opción. Se preguntarán, ¿cuál? ¿qué mejor manera de avanzar que dejar lo pasado en el pasado? ¿No conviene mejor olvidarnos de todo y reconstruirnos desde cero? Y la respuesta que les propongo es un contundente: NO.

Esto de no discutir, no cuestionar, de barrer bajo la alfombra aquello que es incómodo puede resultar más fácil, menos conflictivo e incluso una medida evasora de una crisis. Pero, también constituye una condena a repetir, significa desentendernos de nuestro papel como sociedad y soltar las riendas que nos corresponden por definición; es dejar que cuenten y vivan la historia propia a nuestro nombre.

Pero, ¿qué hay de las represalias por pensar distinto? ¿Realmente queremos exponer la seguridad? ¿Y si se nos ordena el olvido y el silencio? ¿Somos capaces de resistirnos a un orden policial omnipotente? Realmente, ¿se puede? No soy periodista y si bien me da vida escribir, es una pasión que la vivo desde la banca, llena de libros y un diario en el bolsillo. Sin embargo, es esa fascinación por la literatura la que me ha permitido reconocer que es el antídoto infalible contra el olvido y la opresión; porque toca, remueve, estruja y despierta el alma. La literatura, grita.

Por otro lado, el silencio es el estado de ausencia de todo sonido, de toda voz; es la ausencia de ruido. Este puede ser natural, introducido de manera armónica, pero también puede ser forzado. Hace aproximadamente 48 años, este último modo, fue el empleado por el gobierno priista[1] mexicano, cuando, frente al Movimiento Estudiantil de 1968, impusieron un mutismo del terror al masacrar alrededor de 300 estudiantes, que protestaban de manera pacífica en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco.

Forzar. Violentar. Irrumpir. Romper. Callar. Detener. Matar. Matar. Matar… Son los únicos comandos que probablemente debieron estar en la mente de aquellos que acabaron con la vida de un grupo de jóvenes que buscaba cambios; y que, a través de su voz de protesta, apelaban a la razón de un Estado, de un gobierno supuestamente pensado con el fin de velar por los derechos de la sociedad entera, pero que claramente hizo todo lo contrario.

Dentro de este ambiente de silencio, de un México “con calles limpias” pero con las manos pintadas del rojo de la sangre de las víctimas que se atrevieron a pensar diferente y a expresarlo, la literatura juega el papel de rendija a través de la que, aunque todo sigue siendo gris, entra la luz de la razón, un albor que alumbra aquello que el orden policial quiere en las penumbra, una luminaria que devela que “la historia oficial” no hace más que esconder debajo de la alfombra todo lo que no se quiere descubierto.

Los escritores Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y José Revueltas, son ejemplos de esa valentía que encarna la literatura. Cada uno a su manera, se rebela a través de su texto y sin miedo, se atreve a hacer un ruido que busca despertar al conglomerado social y lo invita a pensar, a considerar que no necesariamente la homogenización es el camino.

Esto puede incomodar a muchos, sobre todo porque luego de vivir bajo un silencio institucionalizado es difícil arriesgarse a la libertad, pero, a fin de cuentas, el propósito no es agradar, sino generar reacción, remover tejidos, provocar. Los tres autores escribieron sobre la masacre del 68 y además de esa semejanza, tienen solamente una más: cada escrito es un grito que busca romper el silencio, grito que busca ser verdadera revolución, grito que busca liberar de las cadenas a quienes han sido callados a fuerza.

En el caso de Poniatowska (La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral. 1971), ella recurre a la recopilación de testimonios. Su texto exuda las emociones, las percepciones, los prejuicios, en resumen, la humanidad de los intervinientes en lo que fue el suceso de Tlatelolco. No se centra únicamente en un grupo dentro del conflicto, porque puede ver que este tiene muchas aristas: entrevista a sobrevivientes, padres, madres, soldados, asistentes a las posteriores olimpiadas, antropólogos, poetas, periodistas, partidistas del PRI, etc.

Como su título lo expresa, ella busca plasmar una “historia oral”, aquello que, versus lo presentado por el orden policial, no se limita a las cifras y a las declaraciones oficiales, sino que observa, toca, recepta, explora y busca, a su manera, dar alivio a la llaga. ¿Cómo? Escuchando y, a través de la literatura, dándoles una voz no restringida a un guión o agenda.

También se presentan diferentes títulos de diarios mexicanos, de fecha 3 de octubre de 1968 (día siguiente a la masacre). Todos ellos minimizan lo sucedido. Todos ellos atribuyen la culpa a “manos extrañas”. Todos ellos buscan distraer la atención de las muertes y de la responsabilidad estatal. Nadie sabe quién fue, pero lo que sí se sabe es que el Estado no. Esta forma que tiene la autora de plasmar testimonios, juntarlos, y evidenciar las verdades que el orden policial busca esconder es lo que hace a su estética tan poderosa. Poniatowska no dice nada, ella recopila, ella muestra, ella pinta un lienzo en el que se afirman las inconsistencias del discurso oficial y da una voz a quienes no tienen una. El micrófono, dentro de su texto, es de ellos.

Por su lado, Carlos Monsiváis (Días de guardar, 1970) recoge los hechos y los relata en una crónica, pero en medio de su labor critica, invita al lector a pensar a través del análisis y de la ironía: no es un texto de adoctrinamiento, ni mucho menos simplista. El autor habla del silencio, del olvido, del contexto de globalización en México, de la muerte, de una muerta revolución; pero lo hace valiéndose de un fino humor que revela la lamentable realidad mexicana. Hace referencia a cómo la “idea misma de la tradición” ha desaparecido de México, junto con la revolución –arrebatada y apropiada por el PRI- y la democracia. En otra parte del texto, en el contexto de un relato acerca de una conmemoración en la Cámara de Diputados expresa:

Y el Establishment sonríe y condesciende a la fiebre y el júbilo de las celebraciones y entiende su tarea: su prudencia debe proliferar en todos los sitios por lo menos una vez al año; las mismas palabras deben emitirse a propósito de las más variadas causas […] La fatiga de la ubicuidad se añade al peso de una figura pública en México, carga que consiste en ventilar a diario un juicio privado sobre los diversos estilos gastronómicos del país. Ser es, también comer con la conciencia de que esta no es una mesa cualquiera: esta es la Mesa del Honor […] Hay que irse educando, domesticando, adiestrado de tal modo que siempre se exprese devoción, deferencia, pundonor y la inocultable emoción-que-hoy-nos-embarga […] La mirada hacia lo alto, la boca cerrada y tensa, la nariz inflamada de misticismo local […] El Monstruo Sagrado toma la palabra. (p. 211 y ss.)

Monsiváis no se refiere a ese “Establishment” mexicano y lo critica de forma directa. Lo ilustra, explica esa homogenización, esa desconexión con la realidad del mexicano de las calles, esa arrogancia, una actitud de quien se concibe grande, pero es realmente torpe, por parte de quienes se consideran los principales representantes del país. Toma los hechos y entre línea y línea inyecta ironía, preocupación, decepción: describe al 68 –dentro del contexto mexicano- como ese fin de la inocencia, ese descaro estatal, esa violencia a toda luz, mientras ese Establishment se premia a sí mismo.

Por su lado, José Revueltas (1969) hace una compilación de sus cartas, que son manifiestos de lo que piensa sobre la revolución, la autogestión, la independencia mexicana y de su lucha contra la represión. Él busca internacionalizar el conflicto mexicano, él insiste, insiste e insiste, hasta el punto de negarse a aceptar el exilio, porque no quería irse del campo de batalla, sin lograr la libertad de todos los que compartían su lucha, es decir, todos lo que no son parte (víctimas) del orden policial.

Revueltas, desde el panóptico de Lecumberri, da una voz a los otros presos y no baja sus brazos ante el encierro, porque si uno piensa, si uno busca liberarse, hay esperanza. Por eso escribe a Octavio Paz sobre Martín Dozal. Este era un muchacho que conoció en prisión, un docente que, encontrándose aprisionado, se nutría de literatura.

El poema “El Cántaro Roto” de Paz se cuestiona:

Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime, luna agónica,

¿no hay agua,

hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina,

sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía impío como un cacique de oro?

¿No hay relinchos de caballos a la orilla del río, entre las grandes piedras redondas y relucientes,

en el remanso, bajo la luz verde de las hojas y los gritos de los hombres y las mujeres bahándose al alba?

El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen,

¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada?

¿Sólo está vivo el sapo,

sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,

sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?

 

A estas preguntas -desesperanza- Revueltas responde que, si existe un Martín Dozal, un compañero de celda, que lee poesía, la revolución vive. Dice, “No, Octavio, el sapo no es inmortal, a causa, tan sólo del hecho vivo, viviente, mágico de que Martin Dozal, este maestro, en cambio, sí lo es […] la única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese canto luminoso”.

Revueltas deja constancia de su lucha en sus cartas, no apaga su luz y por eso escribe, porque cree, porque se cuestiona y porque tiene esa certeza de que la revolución, aun cuando se la quiere reprimir, no muere si hay espíritus que ansían libertad. Preguntarse sobre lo que significa Tlatelolco (y todo acto de opresión), lleva a la reflexión, a la aceptación de una violencia muchas veces escondida, pero también al encuentro con esos destellos de luz que trae el arte y la literatura.

Tlatelolco es para estos tres escritores una innegable catástrofe, que sin embargo debe ser recordada, día a día y no olvidada por ese historicismo que todo lo sepulta. Es un punto de quiebre. Es una sorpresa en el sentido de que el Estado demostró los límites que está dispuesto a quebrantar. Pero es también un impulso, una invitación a reivindicar las voces acalladas con violencia. Es una oportunidad para mostrar que la humanidad no puede quebrantarse ante el miedo, que la revolución vive en las palabras y no muere por más leyes o torturas a la que se la someta. Tlatelolco es, en fin, una remembranza de que mientras exista un Martín Dozal recluido en una celda, leyendo poesía, hay esperanza.

[1] Partido Revolucionario Institucional.

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