Aquí no se salva nadie

Carlos Emilio Larreátegui
Quito, Ecuador

Aflige a todos y no discrimina por edad, sexo, religión u origen socioeconómico. Es parte ya de la vida cotidiana de los quiteños causando estrés, violencia e impotencia. La congestión vehicular en Quito se ha convertido en una de las pocas cosas que en esta ciudad de marcadas disparidades compartimos todos. Según la plataforma global de monitoreo vehicular INRIX, cada quiteño dedica 31 horas al año al asiento de un vehículo por causa de los atascones.

No es solo percepción cuando el quiteño frustrado en el tráfico mira alrededor y advierte que solo uno de los cinco asientos de cada vehículo va ocupado. El crecimiento del parque automotor en Quito promedia el 6% anual, no obstante, el uso vehicular se mantiene en 1.4 personas por automóvil. Las cifras revelan un desperdicio absurdo de los recursos y una oportunidad importantísima de mejora. Sin embargo, las medidas introducidas no han bastado.

El pico y placa, disposición agresiva y prohibitiva, demostró sus fallas a los pocos meses de implementada. Amplificada por el alto gasto del estado en los últimos años que inyectó artificial liquidez en la economía, la posibilidad de las clases media-alta y alta de simplemente adquirir un vehículo adicional para flanquear el pico y placa hizo obsoleta a esta medida en poco tiempo. Así mismo, otras soluciones, en su momento oportunas, como el Trolebus y el sistema de transporte público general, han dejado de cumplir su importante función por la falta de inversión en modernización e innovación lo que ha convertido a estas otrora obras insignes en contingencias que ahora exacerban el problema. Por otra parte, la construcción del metro de Quito, cerca ya de su finalización, ha generado expectativas que, muy probablemente, están sobredimensionadas. Como lo han demostrado algunos estudios, su viabilidad financiera dependerá bien de un alto gasto de la administración municipal financiado vía impuestos o de un cobro de pasaje que sobrepase un dólar, algo que excluiría a miles de quiteños que actualmente pagan 25 centavos por viaje.

Las consecuencias de esta epidemia van más allá de lo discernible. El tráfico pesado de Quito deja secuelas psicológicas en todos nosotros. Ese cansancio debilitante desde la primera hora de la mañana, así como el malestar y el actuar violento de todos los días es atribuible a este fenómeno. Efectos que no ocurren sin pasar factura a la salud: un estudio de la American University en Beirut concluyó que el tráfico pesado incrementa la presión arterial en 15%. Y a todo esto sumemos los estragos medioambientales para la ciudad y sus habitantes los cuales son incuantificables. La ciudad ha sacrificado espacios verdes y vías de transporte ecológico en nombre del tráfico motorizado. Las iniciativas altruistas de unos pocos promotores del uso de la bicicleta como transporte urbano se han visto cercenadas por las frecuentes tragedias de ciclistas atropellados en las vías. En este sentido, los efectos en la seguridad vial también son de magnitud: año tras año los accidentes vehiculares constituyen una de las cinco principales causas de muerte en el Ecuador.

De igual importancia para la ciudad, los costos económicos de la congestión son de gran calado: el comercio se dificulta al incrementar los costos en el transporte de bienes, así mismo, la ciudad no aprovecha su potencial al apresar en sus vehículos a los actores productivos y al dedicar valiosos espacios a inútiles parqueaderos. Finalmente, y de alcance ya nacional, los recientemente discutidos subsidios al combustible son un costo más al desarrollo económico del país al motivar el uso vehicular indiscriminado, así como el financiarlos vía impuestos lo cual transfiere indirectamente a la población el costo total de los mismos.

Afortunadamente para Quito, en su pequeño tamaño actual frente a otras capitales latinoamericanas está todavía a tiempo para implementar medidas que frenen oportunamente el círculo descontrolado en el que nos encontramos. No hace falta inventar el agua tibia, lo que necesitamos es una administración municipal lejana a la politiquería que busque soluciones probadas como los controles que se han puesto en práctica en Singapur o Londres. Se debe reorientar el gasto hacia medidas más efectivas y de mayor cobertura que las actuales.

Más relacionadas