De los intelectuales y el poder

Simón Ordóñez Cordero
Quito, Ecuador

La fe consiste en creer lo que la razón no cree.
Voltaire.

El primer acto abiertamente delincuencial del Gobierno de Rafael Correa, se develó el 21 de mayo de 2007. Ese día, un canal de televisión hizo públicas unas grabaciones que se habían realizado durante las primeras semanas de febrero del mismo año, en las que se veía al entonces Ministro de Finanzas, Ricardo Patiño, manteniendo una reunión secreta con operadores de los mercados financieros internacionales. La conversación se había realizado en la clandestinidad, en una habitación de un hotel de la ciudad de Quito, en donde previamente el Ministro había mandado instalar cámaras de vídeo (como en su momento lo hiciera Wladimiro Montesinos, el lugarteniente de Fujimori), y en ella se hablaba abiertamente de los mecanismos que habría de utilizar el Gobierno de Correa para manipular el mercado de los bonos de la deuda. Se trataba, en palabras sencillas, de que el Gobierno anuncie que no pagaría la deuda para que los precios de los bonos bajen, algunos “amigos” los comprarían por casi nada, y luego el propio Gobierno los pagaría por un valor muchísimo más alto de aquel al que los adquirieron.

Cuando circularon los vídeos, el negocio ya se había realizado: según se supo, los bonos ecuatorianos fueron comprados en alrededor del 16% de su valor nominal y el Gobierno pagó ese tramo de la deuda reconociendo algo más del doble de ese valor, en una transacción cercana a los tres mil millones de dólares.

El descubrimiento de ese acto no trajo ninguna consecuencia. El Gobierno respondió, como lo haría durante los diez años subsiguientes, montando un enorme entramado de propaganda y falseamiento de la realidad. Fue tal la desfachatez con la que se actuó, que, al día siguiente de publicados los vídeos, el Gabinete en pleno acudió a respaldar al ministro Patiño. No faltaron a ese evento ni Alberto Acosta ni Fander Falconí, y, muy pronto, aquella unanimidad del Gabinete fue secundada por muchos intelectuales que ya para entonces se habían convertido en piezas fundamentales del aparato de propaganda, y que habrían de cumplir un papel de enorme importancia en la construcción del relato de la Revolución Ciudadana.

He contado con algún detalle ese primer acto delincuencial del gobierno de Correa para dar cuenta, ya no de la profunda corrupción que le fue consustancial y que ahora todos conocemos, sino para mostrar lo que desde entonces serían los pilares del relato correísta, los argumentos que se esgrimirían para defenderlo y el papel que cumplirían los intelectuales que lo sirvieron.

Siguiendo el libreto del Gobierno, los intelectuales que salieron a encubrir aquel acto bochornoso, arguyeron que lo que Patiño había hecho no era, en ningún caso, un acto delictivo. Pese a lo contundente de las evidencias, esos intelectuales vieron allí la sana intención de proteger los intereses nacionales frente a la voracidad del capital financiero internacional; también hablaron de que se trataba de un paso importante y casi heroico para recuperar la soberanía nacional con el fin de conducirnos a una sociedad donde primaría la justicia y donde se privilegiaría al ser humano frente al capital. Ellos hablaban en nombre de la Historia, y la Historia estaba determinada por unas fuerzas que rebasaban las voluntades individuales y que por esa misma razón los eximia de responsabilidades éticas.

Sostener aquel relato, suponía también, postular la honradez a toda prueba del Presidente y sus funcionarios, y montar una estrategia de polarización social en donde los primeros encarnaban todo lo bueno y virtuoso del país, mientras que los otros, los “enemigos” que se les oponían, representaban el oprobioso pasado y defendían únicamente sus intereses particulares. Los impolutos funcionarios correístas siempre cuidarían el interés nacional, y cualquier exceso o arbitrariedad que cometieran en el camino, cualquier medio utilizado, por protervo que fuese, estaría plenamente justificado por la bondad de los fines perseguidos.

De allí surgió la necesidad de calificar toda crítica o disidencia como traición a la patria y fue por eso que quienes denunciaron aquel acto rufianesco, serían tachados en adelante de enemigos de la revolución y sirvientes de poderes oscuros. La prensa independiente pasó a ser el primer enemigo del Gobierno, y tanto la denuncia de los Pativideos como las que hiciera en el futuro, no serían sino mentiras orientadas a debilitar a un Gobierno que atacaba los intereses de los poderes fácticos, de la oligarquía, la burguesía o el imperialismo. Los revolucionarios estaban refundando la “Patria de Todos”, mientras que sus enemigos solo defendían privilegios particulares.

Prefirieron negar los hechos, y optaron por creer, y se impusieron la tarea de transferir sus creencias a toda la sociedad: “Toda fe entraña negaciones y afirmaciones. El verdadero creyente, cuando se encuentra ante una prueba lógica o una demostración empírica que incurre en contradicción aparente con las exigencias de su fe, no tiene más elección razonable que negar lo que vea, lo que oiga, lo que piense”, dice Tony Judt en un libro que estudia el comportamiento de los intelectuales franceses frente al estalinismo.

Pero no todo era cuestión de fe. Quienes sostuvieron ese relato, es decir aquellos que se constituyeron en los “intelectuales orgánicos” de la Revolución Ciudadana, provenían en su mayoría de la izquierda marxista. Algunos habían cobrado alguna relevancia pública gracias al espacio que tuvieron en la que ahora llamaban prensa corrupta, y la mayoría estaban vinculados a universidades, organismos culturales y ONGs.

Si bien entre ellos se contaban algunas personas decentes, la mayoría era parte de aquellos grupos de panas que habían utilizado sus lugares de trabajo como reductos en donde practicaban un velado parasitismo, favoreciendo a sus incondicionales y cometiendo pequeñas rapiñas de fondos públicos. El deterioro y corrupción al que condujeron a la Casa de la Cultura y a las universidades públicas, es una pequeña muestra de lo que digo.

Las jorgas de amiguetes, las camarillas de intelectuales llenos de mediocridad y resentimiento, reprodujeron a gran escala aquello que ya fuera práctica diaria en los lugares que ocuparon antes de ser Gobierno. Los mismos personajes que un día utilizaron las Casa de la Cultura para apropiarse de recursos estatales, los que usaban esos pequeños poderes para pequeñas rapiñas, ahora que ya eran parte del “proyecto” y tenían acceso al poder del Estado, ampliaron su campo de acción haciendo que el abuso de los recursos públicos escalara en proporciones descomunales.

De la misma forma que en su momento ocurrió en la Alemania nazi o en la Rusia comunista, los intelectuales conformaron una nueva casta de sirvientes privilegiados del poder. Para cumplir tan eminente papel, abdicaron voluntariamente de su capacidad de pensar por fuera de lo que era necesario para afirmar la bondad del “proyecto”, y se pusieron a órdenes de personas de la calaña de Fernando Alvarado, ese delincuente que manejó el aparato de propaganda del régimen y ahora es prófugo de la justicia.

Algunos quizá lo hicieron por convicción, pero pensar y escribir de ese modo, opinar para legitimar al caudillo y a sus acólitos, se convirtió en mecanismo que les procuró acceso a puestos muy bien remunerados, jugosas consultorías o cargos en el servicio exterior. La militancia legitimadora o el silencio cómplice también se pagó con la publicación de libros de ínfima calidad que fueron presentados en ferias internacionales, con descomunales contratos con los que enriquecieron a varias productoras de televisión, o con el acceso a fondos concursables para la realización de diversos productos culturales. Aquellos que siempre habían necesitado de mecenas, encontraron uno muy grande en el Estado, pero el precio fue la obsecuencia, y su resultado una enorme degradación de la escena cultural e intelectual del país.

Hubo, en todo esto, una enorme claudicación moral que los subordinó a las necesidades del poder, e hicieron suya esa máxima totalitaria de que sólo es ético y bueno aquello que sirve a la revolución. El secular desprecio de los marxistas por lo que llamaban “orden burgués”, (es decir Estado de Derecho, democracia y civilidad) ahuyentó cualquier escrúpulo moral y por eso no tuvieron problemas para justificar la arbitrariedad, la manipulación del aparato de justicia para amedrentar a los opositores, o la demolición ética e institucional a la que el país fue sometido.

Gracias a esos intelectuales, el Gobierno copó los espacios de la sociedad civil y del mundo del pensamiento y la cultura: un par de historiadores descalificados se tomaron la Academia de Historia, otros los museos y la Casa de la Cultura, y otros tantos los medios de comunicación y las universidades. Algunos no solo se limitaron a hablar y escribir a favor del régimen, a ser los creadores de discursos de legitimación, sino que se convirtieron en su policía del pensamiento, ocupando los organismos creados para hacer efectiva la censura y la persecución de quienes pensaban diferente. Y tampoco faltaron los que sirvieron directamente a la seguridad del Estado, delatando y persiguiendo a quienes no capitularon ante el poder y la corrupción.

Con el correr de los años algunos se apartaron del Gobierno, pero siguieron creyendo en las bondades del socialismo, sin percibir que fue esa ideología la causante del desastre. Otro grupo, quizá el más dogmático o el que menos vergüenza tiene, sigue actuado y defendiendo al correato a través de algunos medios digitales de origen bastante oscuro y del Centro de Pensamiento Eloy Alfaro, en donde Fernando Alvarado y Guillaume Long conviven con personas de su misma talla intelectual y entereza moral.

Hay otros, y no son pocos, que silenciosamente se han reincorporado al Gobierno de Alianza País y a sus dependencias, mostrando una vocación por el poder bastante mayor que sus pretendidos afanes intelectuales y críticos.

Lo que he contado es una historia de dogmatismo y degradación, y de vergüenza. Pero es, lamentablemente, la misma historia que recorrieron muchos intelectuales en tiempos de gobiernos totalitarios o dictatoriales. Czeslaw Milosz, lo cuenta haciendo referencia a uno de sus antiguos amigos: “Mirando a su país sabe que a sus habitantes les espera una dosis cada vez más grande de sufrimiento. Mirándose a sí mismo sabe que ninguna palabra que pronuncie será suya. Soy un embustero, piensa de sí mismo, y considera que es el determinismo de la Historia el responsable de sus mentiras. Pero, a veces, se le aparece un pensamiento: que el demonio a quien entregó su alma obtuvo su fuerza precisamente a través de personas como él…”.

En el final de La mente cautiva, el mismo autor nos dice: “Me preocupan los crímenes que han existido y que existirán. Y siempre en nombre de un hombre nuevo, magnífico, y siempre entre sonidos de orquestas, entre cantos, gritos de altavoces y declamaciones de poemas optimistas. […] Los ojos que han visto no deberían estar cerrados, las manos que han tocado no deberían olvidar cuando sostienen la pluma”.

Y los que hemos visto, no podemos cerrar los ojos y dejar de señalar a los cómplices de la podredumbre. Para que no paseen su insolencia como si lo ocurrido no fuese también su culpa. Para que la historia no se repita. Para que nunca se repita.

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