Venezuela, entre Bosnia y Kosovo

Héctor Schamis.

Héctor E. Schamis
Washington, Estados Unidos

En la primavera de 1995, los serbobosnios lanzaron el ataque sobre las localidades musulmanas de Srebrenica, Zepa y Gorazde. Desde allí sería cuestión de días para finalmente tomar Sarajevo, sitiada desde 1992. Estaba claro que la fuerza de protección de Naciones Unidas, UNPROFOR, había sido poco más que un espectador de los crímenes. También se hizo evidente que la estrategia de ofrecer concesiones a Milosevic, en la esperanza de que ello llevara a la República Srpska a la mesa de negociaciones, había sido inútil.

Así y todo, el asalto final a Sarajevo no ocurrió. Luego de cuatro años de genocidio, en agosto de 1995 la administración Clinton, con sus halcones Holbrooke, Lake y Albright, decidió intervenir en el conflicto de la ex Yugoslavia. El punto de quiebre fue Srebrenica, justamente, una masacre que Europa no había visto desde la Segunda Guerra Mundial. El retiro de UNPROFOR y el despliegue de 60.000 efectivos americanos y de la OTAN produjo la reconfiguración del equilibrio militar interno. Recién entonces los serbios aceptaron tomar el camino diplomático. Así se forjaron los Acuerdos de Dayton en noviembre de dicho año y la paz duradera.

Kosovo ahora. Durante décadas el gobierno de Belgrado había oprimido a los kosovares. Luego de la partición de Yugoslavia, ello incluyó la práctica de la limpieza étnica, el desplazamiento y/o asesinato en masa de un grupo con el objetivo de homogeneizar la población de una región. En marzo de 1999 OTAN inició bombardeos aéreos, logrando en junio la capitulación de Milosevic, el retiro de sus tropas y procediendo a ocupar la provincia. Kosovo se transformó en Estado independiente en 2008.

El episodio fue considerado un parteaguas en el debate sobre la doctrina de la intervención humanitaria. El Consejo de Seguridad se había involucrado en la crisis, pero sin consenso acerca del uso de la fuerza debido a los vetos habituales. De ahí que algunos hayan considerado la operación ilegal.

En el extremo opuesto, otros la justificaron política, moral y legalmente. El pueblo de Kosovo tenía el derecho a la resistencia a la tiranía, de ahí la acción de OTAN como asistencia contra la opresión. En esta línea argumental, Kosovo habría contribuido a la formación de normas consuetudinarias de intervención humanitaria.

Esta breve reseña porque la problemática venezolana ha ingresado a un vecindario conceptual muy cercano. Lo ocurrido en el puente Simón Bolívar y zonas aledañas fue trágico. Camiones con alimentos y medicinas incendiados por la fuerza de choque de Maduro; enfrentamientos entre paramilitares—pertrechados con gases, perdigones y balas—y civiles equipados con piedras; y una masacre de comunidades aborígenes pemonas en la frontera con Brasil que califica como limpieza étnica, un crimen que no se mide por el número de victimas.

Las tapas de los periódicos del mundo con dichas imágenes sirvieron para consolidar la reputación definitivamente criminal de Maduro, un cierto Milosevic en el Caribe. Y a propósito, casi al mismo tiempo la vicepresidenta Delcy Rodriguez aclaró: “solo han visto un pedacito de lo que somos capaces de hacer”. Casi una declaración de guerra, no por nada el presidente encargado Guaidó dijo en el puente la misma noche del sábado 23 que se trataba de un crimen de exterminio. El hambre y la enfermedad por diseño, no por accidente.

Los Balcanes ilustran el caso porque buena parte de la comunidad internacional sigue debatiendo cómo resolver la crisis de Venezuela. Aún después de la barbarie de la frontera, algunos gobiernos latinoamericanos volvieron a insistir que la única vía era la negociación diplomática. Seria lo deseable, pero en dicho contexto fue como decirle a Maduro que se quede tranquilo. Sin una amenaza creíble, Maduro elegirá seguir haciendo lo que vimos.

Trágica y tardíamente como ocurrió, una de las tantas lecciones de la ex Yugoslavia es que sin OTAN y sin tropas americanas Milosevic no habría acudido a la mesa de negociación diplomática. Mucho menos habría muerto como prisionero en La Haya en 2006 sino probablemente en el poder. Maduro tal vez conozca la historia.

La comunidad internacional debe entender, de una vez por todas, que la transición democrática venezolana no será desde un régimen autoritario como el de Pinochet, Videla, Franco o el Apartheid. Todas esas eran autocracias con una definición política e ideológica, y como tal dispuestas a la negociación cuando les llegó su hora. La de Maduro es la dictadura de una organización criminal en poder del Estado, involucrada en el lavado y el narcotráfico, y cómplice de grupos terroristas colombianos y extra regionales.

Dicho régimen es una amenaza para la estabilidad y seguridad hemisférica. Su permanencia en el poder solo ofrece una certeza: hambre, enfermedad, represión y el éxodo de más venezolanos. En América Latina sacar a Maduro del poder no es política exterior, es política fiscal, de seguridad interior y de salud pública. Por la propia geografía, nadie tiene esto más claro que el gobierno de Iván Duque.

Dicho esto, en Venezuela también hay una guerra. Del Estado contra la población civil, esto es, y una guerra por el recurso, esas donde el territorio se fragmenta por la acción de diversos warlords que controlan recursos naturales, los de circulación legal tanto como los ilícitos. Hoy los warlords se diputan el oro, el contrabando de petróleo y el tráfico de drogas y, por supuesto, ejercen soberanía sobre el territorio para controlar el yacimiento, el cultivo o el mercado en cuestión. Todo ello con la complicidad del aparato oficialista. ¿Cómo sería un “armisticio” en dicha guerra? La caída del régimen es condición sine qua non para la paz.

El derecho internacional ofrece varios instrumentos que justifican la intervención. A los ya mencionados, agréguese el Estatuto de Roma, que tipifica una serie de crímenes que han sido cometidos por el régimen de Maduro. Considérese la Doctrina de la Responsabilidad de Proteger, que dice que el ejercicio de la soberanía implica una responsabilidad, la de proteger a la población, justamente, y que de no ser cumplida por el Estado dicha responsabilidad debe ser asumida por la comunidad internacional.

Y compleméntense ambos con el artículo 187.11 de la Constitución de Venezuela, que dice que corresponde a la Asamblea Nacional autorizar misiones militares venezolanas en el exterior o extranjeras en el país. La intervención humanitaria desde Colombia y Brasil con el acompañamiento de civiles desarmados no ha sido precisamente una operación exitosa. Son más de 500 los oficiales de las Fuerzas Armadas que reconocieron a Guaidó, el próximo camión debería ir con ellos.

La solución diplomática siempre es lo deseable y sería lo ideal. El problema es que, en política, lo ideal pocas veces, si alguna, tiene lugar en la realidad.

  • Héctor E. Schamis es analista argentino. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario El País.

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