Del cobrador y el candidato

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Ahora que es inminente la dependencia económica del Ecuador de los organismos multilaterales, recuerdo el debate que tuve en una clase de posgrado con un sujeto que en estas elecciones busca la alcaldía de una ciudad mediana del país. Era el inicio de la época correísta y no éramos pocos los entusiasmados con el cambio que traería el brillante académico al que conocí como mi profesor de economía en la universidad donde concluí mi licenciatura.

Ante la verborrea de la supuesta azotaina neoliberal que le había caído al Ecuador en los años noventa, le respondí al sujeto-candidato que tal vez hubiese sido bueno que el Ecuador experimentara un periodo realmente liberal, de ésos pensados por los ingleses, en que el Estado y el sector privado han de cumplir a rajatabla los mandamientos de la organización económica y social que la ciudadanía les ha encargado.

Poco tiempo bastó para ganarme el desprecio del candidato, al que aparentemente se le olvidó que, si el Ecuador no tuvo un período neoliberal –o liberal- fue por dos razones, una de ellas admirable y la otra, francamente repulsiva. La primera de ellas, casi desconocida en esos años para países como Colombia, Perú o México, fue la formación y convocatoria de los movimientos sociales ecuatorianos, que incluía un repertorio relativamente heterogéneo de organizaciones civiles, encabezadas, por supuesto, por el brío de los años noventa del movimiento indígena. Aunque inmaduro, con algunos presagios de fisura y ciertamente inexperto en administración pública, las organizaciones indígenas ecuatorianas pudieron detener la avalancha de privatizaciones, agresiones ambientales y programas de reducción de capacidad adquisitiva de la sociedad ecuatoriana sin otro miramiento que poner el cuerpo en la calle. A ellos debemos la propiedad pública de algunos sectores estratégicos y una mínima cobertura social que todavía garantiza el país, aun en años de neoleninismo.

La otra razón, nefasta y por la que me atreví a provocar al político en ciernes, es que en una sociedad modélicamente liberal el sector privado debe comportarse no sólo con un sentido de responsabilidad social –si tal cosa existe y no es un eufemismo-, sino que está obligado a innovar, competir, tener cuentas transparentes y alcanzar un grado aceptable de eficiencia. Esto no ha pasado en el Ecuador y no creo que sea legítimo ni honrado culpar al Estado por tener un sector privado moroso, corrupto como él solo, incapaz de proponer iniciativas interesantes, indiferente a la transparencia y desinteresado en competir en buena lid. Todas estas características podrían quedarse en boca de quienes defienden ese eufemismo llamado “Estado de derecho”, cuya inexistencia más fehaciente en el Ecuador es la sucretización de la deuda externa, a mediados de los ochenta, y el salvataje bancario de fines de los noventa.  Cuando el Estado paga sus haraganerías e incapacidades, ahí sí que es deseable.

Tal vez nos habría ido mejor si hubiéramos tenido un Estado liberal en toda regla, no ya como lo pensaron los liberales gringos o criollos del diecinueve, pero al menos como el que quisieron para sí los moralistas ingleses del dieciocho, quienes jamás se imaginaron la desaparición del Estado o la plutocracia empresarial ecuatoriana, sólo capaz de competir en territorios cooptados mediante estrategias no muy santas.

No estoy seguro -y me temo que muy pocos lo sabrán con certeza- de cuán necesaria es la presencia del Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, ahora remozados con programitas de desarrollo agrario o calidad de vida en ciudades. Correa se encargó de arruinar el aparato de cifras económicas y Lenín Boltaire no está demasiado interesado en recuperar tan importante herramienta. Lo cierto es que, como bancos que son, estas organizaciones seguramente hicieron un excelente negocio con los camaleones ideológicos del neoleninismo, cuya única defensa, que no es poca, es haber tenido que vérselas con las arcas vacías que les dejó un gobierno repleto de demagogos teóricos y ni un solo economista sensato.

Por supuesto, habría que pedirle peras al olmo para que los organismos multilaterales exijan que el sector privado del Ecuador sea transparente y creativo. La guerra está en el dinero que se destina al gasto público y en la falacia de la eficiencia estatal, como si el fin último de lo público fuera la maximización del dinero. Pero esto les queda muy lejos a los funcionarios internacionales, auténticos expertos en lenguaje económico neoclásico y muy poco dados a la historia u otras sensibilidades. Cobradores con traje, digamos. Al funcionario y al candidato les mueven ideas quizá demasiado simplonas. En los años que vienen es muy probable que ellos tengan el cetro del poder y las claves de la cuenta bancaria.

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