Alan García: ambición histórica y decisión política

J. Eduardo Ponce Vivanco
Lima, Perú

Desde que Vizcarra gritó “¡basta!” a la política de “odio y confrontación, que no ha hecho otra cosa que perjudicar al país”, hasta el suicidio de Alan García, naufragamos en lo que el sucesor de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) quería superar mediante “el pacto social entre los peruanos de cualquier ideología política y credo” que propuso al Congreso el 3 de marzo de 2018.

La moral del país está sumergida en Lava Jato, en la arbitrariedad con que la Fiscalía interpreta la ley, y en una justicia convertida en telenovela escandalosa. En dirección inversa a la que Vizcarra predicó hace 14 meses, la nación es zarandeada por las contradicciones gubernamentales y su presión política sobre poderes e instituciones cuya independencia dice respetar. La desconfianza, zozobra e incertidumbre acumuladas han explotado en un suicidio trágico y en el calvario quirúrgico del octogenario PPK.

Aunque los peruanos sabemos que el número de leyes es inversamente proporcional a su cumplimiento, nos sorprendimos cuando el prestigioso Fiscal Coordinador del Equipo Especial Lava Jato afirmó (16.4.2019) que era improcedente invocar el artículo 290, inciso a) del Código Procesal Penal (mayores de 65 años solo son pasibles de detención domiciliaria) en el caso de Kuczynski. Es una interpretación “antojadiza”, dijo, porque el Ministerio Público considera “evidente” que ese convaleciente ciudadano “goza de salud”.

Y fue más allá al agregar que los argumentos a discutir solo se centrarán en “la proporcionalidad de la medida, su necesidad, su exigencia, y al caso que está planteando el Ministerio Público”. Léase: si agravamos la imputación al investigado justificaremos mayores medidas restrictivas a su libertad.

Pero la instrumentación fiscal de una metodología maquiavélica e inquisitorial no sería tan grave si los jueces y tribunales no acogieran los alegatos y petitorios que reciben de los titulares de la acción penal, que interpretan a su antojo y conveniencia las normas del Código que debería regir sus actuaciones.

Estas sistemáticas transgresiones han venido recibiendo el firme respaldo del Jefe de Estado en declaraciones públicas que no se condicen con el proclamado “respeto a la independencia de poderes” ni con el correcto funcionamiento del sistema de justicia en un Estado Constitucional de Derecho, base de la seguridad jurídica inherente a una democracia en la que cada ciudadano sienta que sus derechos están debidamente protegidos.

Ante la evidencia de que el Perú de nuestros días está lejos de tan envidiable situación no es posible que García se haya suicidado por causas desvinculadas a las medidas de los fiscales que ordenaron: su detención y el allanamiento de su domicilio. Pretender que su “personalísima” decisión de quitarse la vida no tiene que ver con ese proceso va más allá de un análisis razonable de las circunstancias y ofende a la inteligencia de cualquier observador imparcial.

En una república que no ha cumplido dos centurias, los 96 años del APRA suenan a longevidad política, y en un Perú cuyas civilizaciones más remotas trascienden los cinco milenios ese lapso equivale a minutos. Pero en la relatividad del espacio-tiempo histórico que inspiró a Haya de la Torre, los años del partido político que fundó se multiplican. Si nuestra historia republicana aún no ha llegado al bicentenario, es notorio que la gesta partidaria iniciada en 1923 ocupe casi la mitad de nuestra frustrante historia política. Son partidos dignos de esa caracterización los que ayer reclamó el centenario líder social-cristiano Luis Bedoya Reyes ante el féretro de Alan García, en una manifestación cívica propia de sociedades democráticas.

A pesar de su desastroso primer gobierno, el dos veces presidente del Perú encarnó la capacidad de triunfar y convertir ideas en realidades. No es imposible entonces que esa rara cualidad haya inspirado su acto final para salvar al APRA de una mancha indeleble, y para regenerar la vitalidad que tuvo en el pasado.

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