Los escogidos

Hernán Pérez Loose

Guayaquil, Ecuador

Cuando se les pregunta a los propietarios de algunos de los partidos por qué han escogido a tal o cual persona para alguna dignidad pública, lo que responden –y lo han dicho– generalmente es que estas personas son simpáticas, bien parecidas, populares o simplemente que son conocidas de ellos. Nunca dicen que son personas honestas. La honradez, la honestidad, la formación académica o la educación son conceptos que no caben en la cosmovisión de estos políticos. Para ellos, estos atributos son inservibles: la honestidad no “arrastra votos”. En efecto, llevan varias décadas diciéndonos eso, que a los ecuatorianos no nos importa la honradez.

El resultado está allí. Más de 30 asambleístas están siendo investigados por corrupción; lo que probablemente convierte al Poder Legislativo ecuatoriano en el más corrupto del planeta, a pesar de las contadas excepciones. A ellos se suman prefectos, alcaldes, concejales, consejeros, expresidentes, exministros y exvicepresidentes. Por diez años esta mafia tuvo a un contralor que se jactaba de recibir las coimas al contado: ¿se imaginan ustedes cuánto se habrán robado en la obra pública ejecutada durante esa década? ¿Cómo confiar en los informes favorables de la Contraloría durante esos años si a la cabeza de ella estaba un asaltante? No se diga la jefatura del Estado, que estuvo en manos del Gran Ladrón que hoy vive cómodamente en Bélgica.

La honestidad no es un atributo para la mayoría de los políticos ecuatorianos. La razón es simple: con ella es imposible acumular riqueza en poco tiempo.

La gente honesta que ha acumulado fortuna lo ha hecho luego de décadas de trabajar de sol a sol. En ocasiones les ha tomado más de una generación. Pero eso está fuera de la cosmovisión de muchos políticos. No es una coincidencia ver el nivel de vida de millonarios que goza la mayoría de ellos. Sus mansiones en Samborondón o en Cumbayá, sus viajes, su tren de vida, sus apartamentos, sus cuentas bancarias o la de sus parientes y testaferros no son compatibles con sus ingresos. Muchos de ellos jamás han trabajado fuera del sector público y, sin embargo, viven como faraones. La gigantesca masa de dinero que entró al país durante la dictadura del Gran Ladrón los drogó y enloqueció a todos. Unos robaron en grande: El Aromo, la Refinería de Esmeraldas, Coca Codo Sinclair, la mordida de los 4 dólares por barril petrolero, los seguros o la construcción de hospitales. Mientras que otros, los peseteros, robaron en menor escala. Pero todos entraron en una suerte de frenesí orgásmico. Ni la tragedia de la pandemia los detuvo. Al contrario, avizorando la gigantesca crisis económica, esta mafia optó por robar desaforadamente como si el mundo se acababa; no les importó si con ello morían miles de ecuatorianos.

El espectáculo de impunidad al que hemos asistido recientemente no es producto del azar. Es el resultado de uno de los dogmas promulgados por la vieja partidocracia, y que ha perdurado en el tiempo, esto es, que la justicia provincial debe ser un feudo de los caciques locales. ¿Podrá la fiscal general, Diana Salazar, derrotar a este sistema de mafias? Difícil es preverlo. Pero de seguro que terminará fracasando si a esta tarea no se une el Ecuador honesto. (O)

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